Roberto Rodríguez Gómez
UNAM. Instituto de Investigaciones Sociales
@blogroberto
Desde el inicio del mandato de Donald Trump la política migratoria ha sido un tema controvertido. Tal y como lo anunció desde su campaña, ha buscado contener, controlar y reprimir el flujo de inmigrantes a ese país. Medidas extremas como las redadas policiacas en las ciudades con mayor población extranjera, la cancelación de visas y permisos temporales, los incentivos a la denuncia anónima, las obras de reforzamiento del muro en la frontera mexicana, así como acuerdos públicos o reservados con los gobiernos de los países emisores son parte de ese repertorio.
En tal contexto, el presidente Trump dispuso, a través de una “orden ejecutiva”, medida similar a nuestros decretos presidenciales, la cancelación del programa llamado Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés) instituido, con alcance nacional, el 15 de junio de 2012 por el entonces presidente Barack Obama.
El DACA ha dado condiciones de estancia temporal a jóvenes indocumentados, mayoritariamente hijos de padres mexicanos, con ciertas condiciones. La primera es estar inscrito en una escuela, haber terminado la educación media u obtenido un Certificado de Desarrollo de Educación General (GED). Además, ser menor de 31 años de edad y sin antecedentes penales, haber llegado a Estados Unidos antes de cumplir 16 años, comprobar residencia continua desde el 15 de junio de 2007 y presencia física el 15 de junio de 2012 y al momento de presentar la petición. También se establecieron como elegibles los veteranos con licenciamiento honorable de la Guardia Costera o las Fuerzas Armadas, siempre que cumplieran todos los requisitos salvo el de escolaridad.
La administración Obama buscó que el programa fuera confirmado en ley. Ello no fue posible debido a la oposición conservadora, a la resistencia de varios estados, y al cabo por el criterio de la Corte adverso a convertir política pública en mandato legal permanente. No obstante, la implementación del DACA de 2012 a 2017 alcanzó un éxito considerable si se mide por su cobertura o por el grado de aceptación de los potenciales beneficiarios. Además de la condición de permanencia casi legal que implicaba, el DACA se acompañó de algunos beneficios adicionales, tales como la posibilidad de contar con tarjeta de seguridad social, licencia de conducir (en algunos estados) y tarjeta de crédito. Asimismo, la posibilidad de contar con un trabajo con prestaciones y poder emitir recibos o facturas a nombre propio.
¿Cuál ha sido el impacto y alcance del DACA? Cuando fue diseñada y emitida la orden presidencial correspondiente se estimó que la población potencial oscilaría en torno al millón de beneficiarios, aunque otros calculaban un alcance mayor. Estos cálculos dependían de parámetros incalculables con precisión: la población indocumentada residente, el número, edades y escolaridad de jóvenes en este conjunto, así como la respuesta a la iniciativa. Aunque los primeros datos eran estimables por la vía de encuestas, no era tan fácil anticipar la respuesta de la población: de un lado los evidentes beneficios del programa, pero del otro el riesgo de identificación que conllevaba.
Las estimaciones, sin embargo, demostraron ser bastante cercanas a la realidad. El pico máximo de “recipientes” de DACA, según la estadística oficial consignada por el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos (USCIS por sus siglas en inglés) se alcanzó en 2018 con más de setecientos mil beneficiarios activos, de los cuales el ochenta por ciento de origen mexicano. Esta última cifra descendió a menos de seiscientos mil en la actualidad y se calcula que el próximo año decaerá a no más de quinientos mil como efecto de la cancelación de nuevas solicitudes, medida conseguida por el gobierno de Trump en tanto la Corte decide si suprimir o mantener el programa, así como por el vencimiento natural de las vigentes.
Cuando en 2017 el presidente Trump, al inicio de su mandato, anunció la cancelación del DACA, en México se tomaron medidas anticipando un posible flujo de retorno de jóvenes indocumentados. Una de las principales, la aprobación de reformas a la Ley General de Educación para garantizar su incorporación, con trámites simplificados, al sistema educativo del país. Afortunadamente la oleada migratoria de retorno no se presentó con la magnitud esperada, lo que no resta valor a la decisión legislativa asumida en ese momento.
En caso de reelegirse para un segundo mandato, el presidente Trump probablemente persevere en la extinción del DACA, lo que podría configurar un escenario complicado a partir del 2021. Pero ese no es el único problema. En el marco de la emergencia del Covid-19, multitud de jóvenes que participan en el DACA han resultado especialmente damnificados. La Secretaria de Educación, Betsy DeVos, anunció en días pasados que ellos no participarían en el programa emergente de ayudas económicas para estudiantes universitarios, dispuesto como parte de las medidas gubernamentales de alivio a la crisis. La decisión ha sido confrontada por los senadores demócratas, pero está vigente.
Aunado a lo anterior, los beneficiarios DACA que cuentan con puestos eventuales de trabajo han sido de los contingentes más afectados por la actual ola de despidos, en cuyo caso han quedado en condición de indocumentados que pueden ser deportados.
¿Qué tan preparado está el país para recibir y acoger en buenas condiciones a quienes resulten afectados por los ataques al DACA? Es algo en que vale la pena considerar hoy, porque mañana puede ser un elemento adicional a nuestras propias crisis.