Los integrantes de la clase política mexicana viven en un lugar donde no opera una ley básica de la física: la ley de la causa y el efecto. Así de simple y así de claro. En el mundo en el que ellos viven los actos no tienen consecuencias; todo se puede y todo se vale; todo es posible, pues de sus acciones y omisiones no se derivan efectos que los toquen.
El universo espacio-tiempo en el que deciden, actúan o no nuestros políticos es uno separado del que habitamos el resto de los mortales.
Se trata de un pedazo de mundo en cuyo perímetro se alza, imponente, una muralla impenetrable. La muralla en cuestión les ofrece a los habitantes de ese tramo del universo impunidad completa, impunidad a prueba de todo, impunidad redonda y resistente a cualquier cosa, incluido el tiempo.
Apertrechados al interior de ese espacio, los políticos mexicanos gozan de una libertad extremadamente peculiar. Una libertad que no le rebota al que la ejerce. Una libertad en la que las decisiones afectan a otros, pero nunca al que las toma. Una libertad que es pura causa, sin efectos para aquellos que la usan, la gozan y la ejercen.
No es nuevo el cerco de impunidad en el vive nuestra clase política. Los orígenes de ese estado de cosas se pierden en el tiempo largo de la historia. Lo nuevo hoy de ese lugar más allá de las leyes de la física en el que departen, actúan, callan y duermen los políticos del país es que está más visible y es más costoso para todos.
La impunidad se alimenta aquí y en cualquier lado de dos cosas fundamentales: oscuridad y poder. La impunidad florece al cobijo de la opacidad. Donde nada se sabe con certeza, donde todo es vago y ambiguo, donde la luz no pega, crece a sus anchas esa libertad espuria que no tiene que hacerse cargo de sí. El otro pilar de la impunidad es el poder mayor del impune frente al de aquel o aquellos que quisieran resistírsele o pedirle cuentas. En estas tierras como en tantas otras, ese poder de los impunes es un amasijo complejo que incluye la coacción, pero no se agota, en absoluto, en ella. Ese poder impune se basa en la fuerza, sí, pero también en la connivencia, en la ignorancia, en la complicidad, comodidad e indiferencia de muchos de los que vivimos bajo su imperio.
La espina dorsal de la República está herida y sus heridas están a la vista de todos. Las investiduras que tienen en préstamo nuestros políticos están hechas pedazos. Toca rescatarlas y pedir cuentas. Toca instaurar la ley de la causa y el efecto en la casa de la política. Sirva, para ello, nuestra indignación y toda esa energía social despertando y buscando cauce. Sirva nuestra tristeza y nuestro hartazgo para que pesadillas como las de Iguala, Salvarcar, San Fernando y tantas otras dejen de ser posibles.
Dicen varios alcaldes de Guerrero que están dispuestos a que los investiguen. Habría que tomarles la palabra. Habría también que pedir cuentas sobre las muertes sin fin de la administración pasada. Habría que abrirle puertas y ventanas al lugar amurallado en el que viven los políticos mexicanos. Puertas y ventanas para que sea visible lo que pasa adentro y para que los actos de esos políticos tengan consecuencias para ellos, hoy y siempre. Para lograr algo así, haría falta transformar la indignación de este momento en un caudal de atención constante. Y para ello, resultaría indispensable imaginar mecanismos concretos que lo promuevan y lo hagan posible.
Twitter: @BlancaHerediaR