La violencia es una forma de acción que destruye las relaciones sociales, es, concep-tualmente, la negación de la educación —lo opuesto a racionalidad, inteligencia, humanidad, derechos humanos y moral. No obstante, sorprende advertir que en México algunos alumnos de normales y maestros, recurren frecuentemente a la violencia para obtener determinados fines: la violencia se ha instalado como cultura en algunos grupos del magisterio.
Siempre he defendido las escuelas normales, tengo muchos amigos normalistas y me consta que entre no pocos de ellos subsiste la idea de que el gobierno (federal o estatal) pretende destruir las escuelas normales. Esta idea ha alimentado durante años una agresiva política “de defensa y resistencia” de los grupos estudiantiles dirigentes de las normales rurales que proponen un continuo activismo violento contra los enemigos del pueblo, que son los mismos que buscan acabar con sus escuelas.
Las tácticas de lucha de los normalistas rurales son por definición violentas: cierre de carreteras, clausura de edificios públicos, destrucción de vehículos, asalto a camiones con mercancías, etc. La violencia provoca otra violencia, en este caso la policiaca y, cuando ésta irrumpe, los normalistas, siempre agraviados, comprueban en la práctica que, en efecto, el gobierno los agrede y que, una vez más, ellos son las víctimas.
Una coartada perfecta para los pregoneros del victimismo. El respeto a las leyes que rigen al país, desde luego, no es un valor para muchos de estos futuros maestros y el argumento para pisotear las normas es claro: ¿porqué respetar la ley cuando los demás la violan?
Este relativismo moral rudimentario —tan difundido en nuestro país—, olvida que ellos son futuros maestros: es decir, las personas que habrán de educar tarde o temprano a los futuros ciudadanos. Lo que cabría en todo caso es preguntar es: ¿Qué país aspiran a construir desde el salón de clases? ¿Se quiere construir una sociedad democrática (basada en leyes) o, por el contrario, se pretende edificar un mundo de anomia y barbarie?
Esa misma pregunta es válida para muchos maestros de Oaxaca y Chiapas que, año con año, o Guelaguetza a Guelaguetza, hacen ostentación de los recursos menos civilizados para lograr satisfacción a sus demandas (casi siempre ilegales o excesivas) clausurando carreteras, aeropuertos, lanzando bombas molotov a la policía o secuestrando a los funcionarios encargados de realizar la evaluación de docentes.
El problema se complica cuando del otro lado, del lado del Estado, actúa otra barbarie: las tragedias de Ayotzinapa y Nochixtlán ilustran el extremo demencial al que puede llegar la torpeza y perversión de las policías. Estos eventos son dos llagas dolorosas en el cuerpo de la nación, sin embargo, lo que es discutible es que, a partir del agravio educadores adopten actitudes vengativas y conductas violentas e irracionales que reproducen el circulo de la barbarie.
La violencia es el opuesto de la educación. Lo que la escuela busca es ayudar a construir una sociedad justa y democrática, lo cual implica un orden basado en el ejercicio libre del voto, en el diálogo inteligente y racional, en comportamientos que respeten los derechos humanos (consagrados en las leyes), en el respeto a las instituciones que la sociedad, a veces con muchos esfuerzos, ha creado.
Los valores que la escuela promete transmitir (autonomía, tolerancia, honestidad, legalidad, respeto a los derechos humanos, fraternidad, solidaridad, paz, solidaridad, altruismo, etc.) deben formar parte del equipaje intelectual, moral y emocional de los docentes. Ningún docente puede transmitir a sus alumnos una cualidad que no le sea propia. ¿Quién puede enseñar legalidad y tolerancia cuando en la práctica (lanzando bombas molotov a la policía) demuestra que no tiene el menor respeto por esos valores?