Eduardo Gurría B.
Al cabo del cierre del ciclo escolar correspondiente al ciclo 2021-2022, se reflejan en sí, dos etapas, dos escenarios educativos que no se habían presentado y que, por lo tanto, nos eran desconocidos: uno, los resultados del ciclo inmediato anterior en el que hubo que modificar la estructura y el formato para la impartición de clases con el objetivo de “salvar” el año escolar echando mano de la tecnología con el fin de transmitir la enseñanza de manera virtual y, así, hacerle frente a la pandemia COVID. Esto trajo como consecuencia importantes avances en el manejo de plataformas para solventar las clases a distancia, cualesquiera que fueran los métodos, los recursos y hasta las situaciones meramente personales –a veces dramáticas-, además del factor de los recursos, tanto de las instituciones educativas, como los de maestros y alumnos y en multitud de contextos, como la propia tecnología y la capacidad para manejarla, y los tiempos y las situaciones que se fueron presentando en el día a día.
Uno de los aspectos más relevantes fue el que se refiere a la intervención directa de los padres durante las sesiones, sobre todo en los niveles de preescolar y primaria, en donde los padres de familia jugaron un papel relevante al convertirse en alumnos, maestros y jueces del proceso educativo de sus hijos, muchas veces con intervenciones directas, a cámara y que tuvieron, más bien, una tendencia negativa al empoderarse de las sesiones.
Por otro lado, los alumnos encontraron nuevas maneras de ser contestatarios de la enseñanza y, en muchos casos, faltos de empatía ante su propia formación, generando estados de estrés en los docentes quienes enfrentaron situaciones para las que no estaban preparados, ya que, ante ello, no existía, ni existe una pedagogía establecida.
El segundo escenario se refiere al regreso a clases; este presentó dos situaciones igualmente estresantes: el manejo del grupo de manera presencial y, al mismo tiempo, el manejo del grupo no presencial, duplicándose, así la labor frente a grupo por parte del maestro se volvió muy compleja, ya que siguió estando a expensas de la voluntad de los padres de familia.
Sin embargo, ante todo esto, la situación pasó, en muchos casos, de dramática a trágica, como en el caso de la matanza en Uvalde, Texas en el mes de mayo, o el atentado contra un niño al que sus compañeros prendieron fuego en una escuela de la ciudad de Querétaro en el mes de junio ante la mirada e inacción de la maestra y la tapadera por parte de la directora del plantel, como responsables directas y quienes minimizaron el hecho amparadas en que se trata de una escuela pública y de una familia de origen indígena; ¿qué hubiera pasado si esta situación se hubiera presentado en una escuela particular y para personas de altos recursos?
Independientemente de los factores mencionados, pero no al margen de ellos, vemos que la educación ha venido perdiendo terreno en cuanto a calidad, sobre todo en lo que se refiere a los valores, es decir, que el aspecto más importante y relevante de la educación, como lo es el aspecto formativo, ha dejado de ser primordial, tanto en los hogares, como en la escuela que, por definición, debería constituir el paliativo de tantas situaciones que se viven al interior de las familias.
La pandemia dejó secuelas muy graves en todos los ámbitos de la vida social y económica y a nivel mundial, sin embargo, en México en donde la educación es considerada en un último plano, el problema se acentúa debido a las características propias de las políticas y decisiones erróneas de quienes están al frente de la formación de nuestros jóvenes y quienes han politizado el tema hasta el absurdo.
Los jóvenes constituyen el bono demográfico de México, es decir, contamos con una población mayoritaria de niños y jóvenes, sin embargo, eso no basta; es preciso encausar ese plus hacia el crecimiento del país, pero esto sólo se logrará si contamos con una juventud fuerte, comprometida, informada, educada en la cultura y los valores y el respeto, empezando por sí mismos y el respeto hacia los demás y no una juventud adoctrinada por los libros de texto tendenciosos (como pretende la SEP), las redes sociales, el tiktok, el culto a la delincuencia y/o la violencia mediante juegos y narcoseries, o la polémica que genera el intento de establecer un lenguaje inclusivo que a nada nos va a llevar y que tan solo propicia la división y la pérdida de piso en cuanto a la verdadera realidad circundante.
Muchos son los problemas y retos por venir y a los que, tarde o temprano habrán de enfrentarse los jóvenes y los niños que hoy por hoy, viven al amparo de la irrealidad que les han construido sus padres, convenciéndolos de que son intocables y formándolos como seres incapaces, prepotentes y omnipotentes; no es así, así no será el mundo para ellos y, si bien, la SEP prohíbe reprobarlos, eso no significa que la vida no lo haga.
Las escuelas deben de revalorar la labor docente en su justa dimensión; el maestro representa el factor más directo e importante para la acción formativa y debe de ser incentivado y considerado como eje social de primera línea, y para ello debe de contar con las herramientas y recursos, no solo materiales, que lo posicionen como una autoridad competente y confiable dentro del ámbito educativo y al interior del aula.
Los maestros deben retomar su misión como formadores y transmisores de valores culturales y universales y no ser solo “alguien” que está solo ahí, sin dignidad, sin presencia, sin voto y sin voluntad, al arbitrio de padres inconscientes y directivos tolerantes preocupados, únicamente, por la apariencia de la escuela, las cuotas o las colegiaturas y por el capricho de los padres.
Y los padres deben dejar de ser coprotagonistas, al interior de la institución, de la dinámica escolar y dejar de imponer sus criterios, muchas veces ofensivos y sin conocimiento de causa, a los maestros de sus hijos.
Así, sólo así, podremos y habremos de salir adelante; si no, es que no hemos aprendido nada.