Aunque no han terminado las dificultades que enfrenta la implementación de la reforma de la educación, parece que sí están amainando. Debido a que todo el tiempo se ha tratado de un problema de la relación entre Constitución y vida social, entre la formalidad de la norma y su realización como vivencia, como criterio y reglas de acción, ello ha puesto de manifiesto la capacidad real del gobierno para cumplir y hacer cumplir la Constitución, como dice el texto que se utiliza en las tomas de posesión de alguna responsabilidad originada en el voto popular o en la designación por autoridad constituida.
Uno de los comentarios que se han hecho respecto a la menguada capacidad del gobierno de hacer cumplir la Constitución es que tiene temor al uso de la violencia legítima en las situaciones en las que el magisterio disidente o grupos de normalistas han afectado derechos de otro ciudadanos. Más allá de si se trata del fantasma del lejano 68, como algunos interpretan, o de un temor creado por las cercanas muertes ocurridas en Nochixtlán, Oax., existe en el presente una disminuida legitimidad del gobierno por diversos acontecimientos. Dos ejemplos pueden ilustrar la cuestión.
El primero se refiere a la detención de líderes magisteriales que luego fueron liberados en el marco de las mesas de negociación, sin que hubiera claridad en los hechos. La duda que ha surgido es que si las detenciones se apegaron a la ley, la decisión de liberarlos parece injustificada; no debió ocurrir. Pero si se justifica la liberación -no por ser parte de una negociación, pues esta no es un proceso judicial-, entonces indica acciones precipitadas del gobierno, mala investigación del delito. En consecuencia, la sociedad no tiene certeza, no puede tener confianza.
El segundo ejemplo se deriva de la insistencia reiterada que se ha hecho en la publicidad (alcanzar el convencimiento) y en la promoción (darle sostén a la realización) de la reforma educativa, de la unión sustantiva de dos elementos: por un lado, la necesidad que tiene el país, que tiene la sociedad mexicana, de contar con una educación mejor, acorde al tiempo que se vive, a las exigencias del siglo XXI, aunque la definición del modelo de trabajo educativo lleve tiempo de retraso en establecerse y en estar disponible para formar a los profesores y directivos. Por el otro, la exaltación del maestro que la reforma y la sociedad requieren: comprometido con los niños y adolescentes, consciente de los tiempos que se viven, dispuesto a esforzarse para lograr un grado superior de profesionalización, entre otros rasgos.
Si bien existen muchos maestros y maestras que vivían y viven con esos motivos -de otro modo los problemas del sistema educativo y del gobierno serían mayores-, su planteamiento como exigencia al magisterio por parte de un gobierno que en el nivel federal y estatal no está suficientemente dedicado y no es plenamente eficaz en atender las necesidades sociales, incluyendo en ello la disposición de todos los elementos necesarios para alcanzar la calidad de la educación que plantea el texto constitucional, es interpretado por el magisterio disidente como falta de congruencia, como exigencia sin sustento ético, como disparidad chocante -y para muchos enojosa-, entre la exigencia al magisterio y la exigencia que a sí mismo se hace el gobierno para cumplir sus obligaciones.
¿Por dónde empezara? Hay muchos frentes abiertos, pero es razonable pensar que el gobierno, ante los ciudadanos y el magisterio, debe empezar por una alta exigencia de ser transparente, de rendir cuentas día a día de su acción de modo creíble y no llegar a la vergonzosa situación de ser requerido por el INAI para que informe de los acuerdos entre la Secretaría de Gobernación y la CNTE. Un gobierno que no informa a la sociedad no puede obtener apoyo y reconocimiento de ella, pues se mantiene distanciado.
Si los problemas parecen amainar o encaminarse a su resolución legal es un hecho que aclara el futuro y que debe recibir mucho apoyo. Pero no se agota ahí la responsabilidad del gobierno, pues eso es apenas un medio de distención de un conflicto. La gran tarea de formar a los maestros y directivos idóneos, que de acuerdo con la norma constitucional son uno de los factores para la garantía de la calidad de la educación, es quizá la que mayor congruencia y dedicación exige de nuestros gobernantes. Y el primer elemento de todo ello es gobernar con el ejemplo de un trabajo cotidiano ordenado, orientado por los principios y valores constitucionales, liberado de las distracciones electorales y de los intereses de partido, apoyado en la cercanía con la sociedad, en la sensibilidad a sus necesidades.
En la cuestión social de formar a los ciudadanos y de desarrollar aptitudes o competencias para la vida presente, en realidad casi no se distinguen la educación y la Constitución. Para tal cuestión, son casi lo mismo; de ahí la responsabilidad de nuestros gobernantes.