Rodolfo García Galván
El propósito de este escrito es explicar las relaciones estrechas de la educación superior con la ciencia y la tecnología, por un lado, y luego el vínculo general entre éstas y la competitividad de las organizaciones económicas, las regiones y los países.
En principio, y como un repaso muy breve, la educación superior puede entenderse –en su forma institucionalizada–, como un mayor dominio de conocimientos (ya asimilados y en construcción), más capacidades y habilidades, así como una base axiológica transversal en los distintos campos del conocimiento, tal y como los concibe Pierre Bourdieu (2000). En comparación a la educación básica y media (superior), la educación superior implica mayores dominios y una mayor especialización (aun considerando el avance de la interdisciplina y la transdisciplina).
Por su parte, la noción de ciencia se alimenta de los esfuerzos deliberados (sistemáticos) para la generación y difusión del conocimiento de frontera. Asimismo, el conocimiento científico se distingue de la pseudociencia precisamente por la aplicación minuciosa del método científico. Lo que se busca es la verdad sobre la explicación de un fenómeno o problema específico; esa verdad es a la vez objetiva, o al menos persigue la objetividad como un ideal (que se puede alcanzar aunque sea parcialmente). Además, lo que normalmente consolida y afianza un planteamiento científico son las evidencias a su favor, o en el caso del conocimiento abstracto, puede ser su coherencia lógico-formal y argumentativa.
Una categoría muy cercana a la ciencia es la tecnología, la cual puede entenderse, en principio, como una serie de técnicas a las cuales se les incorpora conocimiento (aplicado) sistematizado, para enriquecerlas y potencializarlas. Así se pasó de las máquinas-herramientas a los motores en la Revolución Industrial, y luego de los motores a base de vapor y carbón a los motores de combustión interna, hasta llegar actualmente a los complejos dispositivos móviles propulsados por energía eléctrica y solar. En otra perspectiva, los saltos tecnológicos también podrían explicarse haciendo el viaje en retrospectiva, desde el neolítico hasta la era de la inteligencia artificial. Por mi parte, cuando abordo con los estudiantes sobre la manera en la que yo concibo la noción de tecnología, me gusta decirles que ésta se fundamenta primero en la comprensión de las leyes de la naturaleza (ciencia), luego la internalización o emulación en ambientes controlados de esas leyes (en procesos experimentales o cuasi-experimentales), y, eventualmente, la apropiación de esas leyes para usos humanos. Esto es asombroso porque si pienso en los aviones me remito a cómo y por qué vuelan las aves, si pienso en el transporte subterráneo voy al tipo de conexiones de refugio y de interacción de los topos, las hormigas, las termitas, entre otras especies. También, si me detengo a reflexionar sobre la industria naval hay que visitar a los peces; incluso, en la carrera de la exploración aeroespacial podemos recurrir a las trayectorias y las cargas de energía de los meteoritos.
Ahora bien, ¿cuál es la conexión entre la ciencia y la tecnología en un sentido simbiótico? Aparte de la explicitación del párrafo anterior, en el terreno de la economía del conocimiento, Paul David y Dominique Foray (2002), sostienen que actualmente estamos ante una dinámica en la que la ciencia ilustra a la tecnología para diseñar y fabricar artefactos tecnológicos cada vez más complejos (piénsese en el acelerador de hadrones o en la estación espacial internacional), y al mismo tiempo, contamos con una tecnología que equipa a la ciencia con potentes artefactos para expandir las fronteras del conocimientos en los diferentes campos. Por ejemplo, es difícil imaginarnos robots explorando marte sin pensar previamente en la rica y fascinante retroalimentación ciencia-tecnología, tecnología-ciencia. A esta secuencia de ida y vuelta, algunos autores la explican mediante una categoría envolvente denominada “tecnociencia”, y con eso nos quedamos aquí, ya que la parte contestataria relaciona esta nueva categoría con las partes negativas del proceso (enajenación, deshumanización, comercialización sin escrúpulos, manipulación de procesos naturales, entre otras cosas). Sin embargo, con fines de simplicidad analítica no tocamos la relación ética-tecnociencia, que ya de por sí se antoja complicada y punzante.
Regresando al propósito de este escrito, entonces, ¿cuál es la relación de la educación superior con la “tecnociencia”? En la perspectiva económica y social, normalmente, los niveles avanzados de educación (licenciaturas, maestrías y doctorados) son decisivos en el desarrollo de un país o de una región, y de manera más concreta ensanchan las posibilidades de éxito de una familia o de un individuo. Por ejemplo, por medio de mayores pagos por el trabajo más capacitado y especializado. Además, entre mayor sea la población con estudios de doctorado mayores serán las posibilidades de investigar diversas y complejas problemáticas sociales, económicas, culturales, políticas, de rezago tecnológico, etcétera. De mi parte, desde hace más de una década establecí una relación en términos de probabilidad; se trata pues de que entre más sea la población con estudios de educación superior (incluyendo el posgrado), mayor será la probabilidad de avanzar en los terrenos de la ciencia, la tecnología y la innovación. Un ejemplo, puede ser que mientras un egresado de doctorado, al menos estaría pensando en la fundación de una firma consultora o en un instituto de investigación, en tanto que un egresado de educación básica es más probable que piense en abrir un negocio en el marco de las actividades económicas más básicas. Esto se aborda más ampliamente en García-Galván (2014), en este artículo de investigación también se plantea que entre mayor sea el nivel educativo de la población emprendedora mayor será la probabilidad de fundar empresas en actividades económicas de mayor valor agregado, lo que implica a la vez una mayor creación de riqueza.
Recapitulando, entre más se atienda la demanda de educación superior (principalmente de las disciplinas científicas y de estudios de doctorado) mayores posibilidades tendremos de avanzar en los rubros estratégicos de ciencia y tecnología. Simultáneamente, a mayores niveles de escolaridad de una población más posibilidades habrá de fundar empresas más intensivas en conocimiento científico y tecnológico.
Pero un impulso serio de la educación superior, la ciencia y la tecnología nada tiene que ver con la patética gobernanza de la educación superior tecnológica en el país. Las supuestas y rimbombantes universidades tecnológicas y politécnicas, ni son propiamente universidades ni propiamente tecnológicos; éstas junto con la educación superior privada a la carta, son más bien parte de una retórica banal de gobiernos nacionales y estatales, que han buscado desesperadamente aumentar la matrícula sin comprometerse con mayores inversiones. Esto no abona a la anhelada calidad o excelencia de la educación superior en este país. Asimismo, las universidades públicas estatales al sobrecargar la oferta en ciertas disciplinas, de baja inversión, también secundan el juego y la retórica gubernamental. En relación a esto, en el campo económico y en el de las organizaciones productivas suele decirse: “dime de cuánto es la inversión y te diré el grado de compromiso que tú tienes con el proyecto”. En consecuencia, pensar en un potente sistema de educación superior implica corregir esta serie de distorsiones, de lo contrario, no podrán observarse los potenciales beneficios de la educación superior en los planos de la ciencia, la tecnología y la economía basada en el conocimiento.
¿Y dónde quedó la competitividad? Bueno, en un trabajo de quien esto escribe (García-Galván, 2017a) se demuestra cómo mayores dotaciones de capacidades y recursos tecnocientíficos conducen a mayores niveles de innovación en los productos y procesos de las organizaciones que se coordinan y cooperan para financiar ambiciosos y costosos proyectos de investigación de frontera. Al inicio, las principales beneficiarias son las organizaciones involucradas directamente (empresas, universidades, centros de investigación), debido a que los miembros de éstas son los que poseen el conocimiento en primera instancia. No obstante, en el mismo documento se argumenta que a posteriori por la existencia de los escurrimientos o las externalidades positivas, toda la sociedad puede terminar beneficiándose. O sea que una oleada masiva de innovaciones tecnológicas terminará por cimbrar las estructuras económicas y sociales tradicionales. A esto Schumpeter (1934) lo denominó la destrucción creativa.
A estas alturas ya es posible establecer una relación clara entre la educación superior de excelencia o de calidad, en el sentido de alcanzar los mejores logros en términos comparativos con otros sistemas educativos que sirvan de parámetro, la “tecnociencia” y la competitividad. Esta última entendida como estadio de ventaja duradera en relación a otros. Esta ventaja difícilmente puede comprenderse sin un fuerte componente de conocimiento avanzado. Por lo tanto, cuando hablamos de la producción de bienes y servicios de alto valor agregado (por ejemplo, los tratamientos médicos especializados), de bienes tecnológicos o cuasi-tecnológicos como las patentes, los modelos de utilidad, los prototipos, el desarrollo de software o de diversos instrumentos que ameritan el reclamo de derechos de propiedad intelectual exclusivos, estamos hablando de ventajas competitivas claras. De hecho, la explotación industrial y comercial de una patente (que implicaría una innovación tecnológica) representa per se un monopolio temporal (20 años) en el mercado. Al hablar de estas cuasi-tecnologías, nada más y nada menos, nos estamos refiriendo a indicadores que actualmente se usan para medir la competitividad de las universidades públicas.
Pero en el caso de las instituciones de educación superior, o más precisamente de las universidades públicas, la competitividad organizacional también se da en el sentido de mandar señales a los agentes o entes financiadores, en cuanto a las capacidades científicas, tecnológicas e innovativas; es decir, se va formando un capital reputacional (García-Galván, 2017b) o científico (Bourdieu, 2000). Por ejemplo, si la universidad x demuestra que tiene las capacidades tecnocientíficas para obtener diversos títulos de patentes, le estaría avisando al gobierno, a las empresas y a la sociedad de que, evidentemente, es capaz de desarrollar tecnologías de frontera y que, por lo tanto, es un socio confiable para el despliegue de ambiciosos proyectos científicos y tecnológicos. En este caso, la anhelada explotación masiva y directa de las patentes importa un rábano, lo relevante es decir: “¡Vean! Aquí estoy demostrando un poquito de lo mucho que puedo hacer”.
Más allá de la búsqueda afanosa de evidencias empíricas para demostrar, estadísticamente, la relación positiva entre escolaridad y desarrollo, o entre educación e ingreso personal, la historia contemporánea nos enseña la trayectoria seguida por los países altamente desarrollados que han dado el gran salto. La regla es que la transformación de sus estructuras económicas, sociales, políticas y culturales ha sido alimentada por sendas reformas productivas, educativas, científicas y tecnológicas. El estadio de desarrollo de los países occidentales (Estados Unidos, Europa occidental) difícilmente podría entenderse sin considerar las cuantiosas inversiones realizadas, a través de la historia, en una educación superior de excelencia, en ciencia, tecnología e innovación. Esos niveles de desempeño económico y social tampoco podrían asimilarse sin tomar en cuenta la fuerte intervención gubernamental, en el impulso y el financiamiento generoso a la educación superior (sobre todo la de índole tecnológica) y al trinomio ciencia-tecnología-innovación. ¡Moraleja! En un país con una raquítica inversión pública en educación superior y en el trinomio, pensar en que los privados son los que tienen que responsabilizarse es, por decir lo menos, una ingenuidad.
¿Por qué el centro económico del mundo se mueve rápidamente hacia Asia-pacífico?
No es ningún secreto, para los grandes estrategas y estadistas del mundo, que los gigantescos saltos económicos y sociales cuanti y cualitativos, primero de los países del sudeste asiático, incluido Japón, y ahora China, al inicio impulsaron grandes reformas económicas acompañadas también con sendas reformas en los ámbitos de la educación (en la educación superior enfatizando la relevancia y el papel estratégico de los campos tecnológicos), en la ciencia, la tecnología y la innovación. Por ejemplo, ni Corea del Sur en su momento ni la China actual hubieran recibido cuantiosos montos de inversión extranjera, si previamente no hubiesen formado recursos humanos con los conocimientos, las capacidades, las destrezas y los valores inherentes a la economía capitalista. En síntesis, sin fuerza de trabajo bien capacitada y entrenada, por más barata que ésta sea, los capitales productivos simplemente no fluyen.
Por otro lado, con la finalidad de superar gradualmente las actividades económicas de baja demanda de conocimiento, como la extracción, la manufactura estandarizada y la maquila, los países del sureste asiático y China comenzaron a incrementar, de manera continua, sus inversiones en ciencia, tecnología e innovación. De este modo, no sorprenden los saltos dados de la agricultura tradicional a la industria manufacturera, y luego a la industria de alta tecnología y los servicios avanzados. En las etapas tempranas de aprendizaje de procesos y técnicas estandarizadas, los países de Japón, Corea del Sur, Taiwán, Singapur y China producían mercancías, en general, de mala calidad, pero por su persistente revisión y corrección de los errores, insuficiencias e ineficiencias, ahora todas estas naciones están en la frontera científica, tecnológica e innovativa. Tan sólo China ha sorprendido al mundo con la tecnología 5G y la 6G que está en ciernes, su alunizaje en el lado obscuro de la luna, su muy avanzada industria de los trenes de alta velocidad, su industria biofarmacéutica y la geoingeniería (que explora la factibilidad de modificar el clima). Adicionalmente, poco a poco este país se aleja de la percepción mundial de productos de baja calidad, y se acerca cada vez más al reconocimiento mundial de China como una superpotencia económica, científica, tecnológica, innovativa, militar y política.
Hace poco más de 40 años, cuando le preguntaron al premier chino Deng Xiaoping, ¿cuál era la ruta para el país en las próximas décadas?, él contestó que lo primero era una gran transformación agrícola, enseguida, la inmediata industrialización del país. Ambos proyectos acompañados por un sistema educativo adecuado (de calidad), que dejara atrás la vergonzosa revolución cultural de Mao Zedong. A la distancia, en la prospectiva de los actuales dirigentes de la gran China las siguientes metas son: la consolidación de una industria de alta tecnología (basada en el conocimiento tecnocientífico), lograr la autarquía económica y garantizar una educación de vanguardia en todos los niveles (acompañada de importantes inversiones en ciencia, tecnología e innovación); especialmente, en educación superior se están preparando cuadros de liderazgo que estén dispuestos a salir del país y estrechar relaciones con el resto del mundo, con la intención de consolidar la influencia y liderazgo sinos. Al respecto, nada menos que en estos momentos, China en cuanto a las inversiones absolutas en la tríada estratégica (ciencia-tecnología-innovación) está tan sólo atrasito de Estados Unidos.
Antes de cerrar es preciso remarcar que el papel de una educación de excelencia o de calidad ha sido fundamental para la gran transformación de Asia-pacífico. De acuerdo con García y Arechavaleta (2011), en estos sistemas educativos sobresalen el rol del o la docente como actor social fundamental, el fuerte aprecio por el academicismo, una cultura implacable del mérito y una importante valoración por los lazos familiares.
En suma, el resultado concreto del polinomio educación (superior)-tecnociencia-innovación es que Asia-pacífico se ha convertido en la región más competitiva del mundo, y poco a poco se vuelve el centro económico del planeta, del cual otros países como Malasia, Vietnam e India tratan de emular con mucha prisa.
Referencias:
Bourdieu, P. (2000). Los usos sociales de la ciencia. Buenos Aires: Nueva Visión.
David, P., Foray, D. (2002). Una introducción a la economía y a la sociedad del saber. Revista internacional de ciencias sociales, 171, pp. 1-19.
García, M. J., Arechavaleta, C. (2011). ¿Cuáles son las razones subyacentes al éxito educativo de Corea del Sur? Revista española de educación comparada, 18, pp. 203-224.
García-Galván, R. (2014). Desempeño económico y factores que se encuentran detrás del rezago tecnocientífico en México. Cofactor, 5(9), pp. 111-146.
García-Galván, R. (2017a). Cooperación tecnológica, innovación y competitividad: una perspectiva teórica institucional. Análisis económico, 32(79), pp. 177-199.
García-Galván, R. (2017b). Patentamiento universitario e innovación en México, país en desarrollo: teoría y política. Revista de la educación superior, 46(184), pp. 77-96.
Schumpeter, J. (1934). Teoría del desenvolvimiento económico. México: FCE.