“Una buena educación ya no asegura un empleo…”. Esta frase abre el primer capítulo del reporte Skills for Social Progress de la OCDE que empecé a comentar la semana pasada. Así de serio y claro. Nótese que no dice un “buen” empleo, sólo “UN empleo”. La frase es fuerte en sí misma. Resulta, sin embargo, especialmente inquietante viniendo de quien viene: los expertos en educación de la OCDE. Difícil dar con un grupo que haya influido más en la impresionante visibilidad alcanzada por la educación en el debate público a nivel mundial en los últimos años. Perturbador que ese mismo grupo que tanto y con tantísima resonancia ha insistido en que la educación es la clave del crecimiento y el desarrollo nos diga ahora que una buena educación no es ya garantía de un empleo o de un futuro seguro.
Habla bien de estos expertos llamar a las cosas por su nombre. Habla de su honestidad intelectual y su rigor técnico. Ello mismo, sin embargo, vuelve el tema especialmente preocupante.
Me centro en la idea de que una buena educación no asegura ya un empleo, pues no sólo aparece en el primer capítulo, sino que recorre el reporte entero. De hecho y en muchos sentidos, este trabajo sobre la centralidad de las habilidades socio-emocionales para el presente y el futuro, pareciera un intento por ofrecer soluciones a un estado de cosas muy incierto y complicado.
Envejecimiento de la población, desintegración familiar, crisis del medio ambiente, desigualdad social en ascenso, inseguridad creciente, caída en la participación cívica, y avances tecnológicos que están reemplazando empleos –no sólo manuales– por minuto y demandando saberes y destrezas cada vez más sofisticadas y escasas. Ese es el panorama que nos pinta, de arranque, [no] un colectivo apocalíptico de extrema izquierda, sino el grupo de técnicos en educación de la OCDE. Un panorama en extremo incierto que exige, para sobrevivir y progresar, competencias cognitivas cada vez más complejas y, sobre todo, habilidades socio-emocionales de primera.
Orientación clara a metas, alta capacidad para trabajar con otros, y fuerte habilidad para autorregular emociones son el tipo de habilidades sociales y emocionales que requerirán los jóvenes que quieran prosperar en un contexto global hiper-competitivo e hiper-exclusivo y excluyente. No es nada halagüeño el horizonte. Supongo que resulta útil, con todo, saber que un buen desempeño académico no será suficiente para obtener o mantener un empleo y que para ello resultará vital contar con habilidades socio-emocionales muy sólidas.
El problema, como señala el reporte, es que las oportunidades para desarrollar dichas habilidades no están distribuidas de forma pareja y dependen muchísimo de lo que ocurre en la infancia temprana. Así, los niños de familias pobres tienden a desarrollar pocos atributos tales como autoestima y perseverancia, lo cual afecta negativamente su desarrollo cognitivo inicial y sus posibilidades ulteriores para desarrollar destrezas socio-emocionales y cognitivas. Ocurre lo opuesto con los niños de familias ricas. Como resultado de ello, las desigualdades sociales de origen tienden a exacerbarse a lo largo del tiempo.
Para atender este problema, el reporte propone un conjunto variado de intervenciones a nivel gobierno, escuela y familia. Más allá de que –como señala el mismo estudio– muchas de estas carecen de evaluaciones robustas, lo que no queda claro es de dónde saldrán las capacidades institucionales, humanas y materiales para que los sistemas escolares de muchísimos países –incluido el nuestro– puedan impulsar el desarrollo socio-emocional de sus alumnos, en particular los más pobres. Ello, cuando ni siquiera han podido ofrecerles a la inmensa mayoría de éstos los aprendizajes cognitivos más elementales, por ejemplo: leer y escribir en su lengua materna.
Frente a los desafíos que enfrentan las generaciones más jóvenes ¿no valdría la pena pensar en soluciones más allá de la escuela, la auto-ayuda y el échale ganas?