La educación es el tema que une a las políticas públicas de todo el mundo. Y en México llevamos años debatiendo ¿quién tiene la culpa? en lugar de trabajar y estudiar para salir adelante.
No hay político o agenda política o gubernamental, en el mundo, que no resalte a la educación como el principal instrumento del desarrollo económico y el progreso. Baste una frase de la declaratoria del reciente Foro Mundial de Educación 2015 convocado por la UNESCO, en Incheon, Corea del Sur: “Reconocemos que la educación es la clave para lograr el pleno empleo y la erradicación de la pobreza”.
Para regar sobre mojado, la página electrónica que despliega las estadísticas educativas del Banco Mundial afirma que “La educación es uno de los instrumentos más poderosos para reducir la pobreza y desigualdad y crear las bases para el crecimiento económico sostenido”.
La verdad de las cosas es que nunca el mundo había estado tan educado como ahora: en 1950 la población estudiantil total matriculada en el mundo fue de 258 millones, en el año 2012 dicha población ascendió a 1454 millones; en otras palabras, el porcentaje de la población total mundial que asistía a la escuela en primaria, secundaria y universidad pasó de 9.98 a 20.53. Aun así, nunca el ser humano había convivido con tanta pobreza, segregación, criminalidad, corrupción y contaminación. Una descripción similar podría escribirse para México.
Aunque la extrema pobreza parece estar disminuyendo en casi todas las regiones del mundo, todavía más de mil millones de personas viven con el equivalente a 1.25 dólares diarios o menos; el número de pobres crece, y la desigualdad entre pobres y ricos parece aumentar también. Éramos mucho más iguales hace 200 años. Además, esta desigualdad parece estar correlacionada con conflictos civiles alrededor del mundo, al igual que en México. Y la desigualdad parece también estar relacionada con los homicidios intencionales. La desigualdad es, en sí, una forma de pobreza humana.
México destaca como una nación desigual, acompañada de un buen grupo de países de América Latina; y Estados Unidos no está muy lejos tampoco de México. Según el Banco Mundial, los países con la mejor distribución del ingreso y el consumo, medida por el índice Gini son: Eslovenia, Ucrania, Suecia e Islandia, con valores de 24.6, 24.8, 26.1 y 26.3 respectivamente. Los países con la peor distribución están en África con valores superiores a los 60 puntos. México y Estados Unidos tienen valores de 48.1 y 41.1 respectivamente. Pero Chile, Brasil y Colombia son más desiguales: 50.8, 52.7 y 53.5. Argentina y Perú, en cambio, tienen mejores niveles, 43.6 y 45.3, aunque muy por debajo de las mejores marcas internacionales.
Tenemos más niños y jóvenes en las escuelas, pero somos más desiguales. América Latina se mantiene como la segunda región más desigual del mundo. Es como si las escuelas se hubieran convertido en fábricas de pobreza y desigualdad. Tener a los niños en las escuelas no es suficiente.
A los problemas de pobreza y desigualdad debemos agregar los de liderazgo. La crisis financiera y económica de finales de la década pasada, que pudiera ser denominada como la crisis del liderazgo y la ambición, nos recordó que estar altamente educados no significa ser éticamente conscientes. Hay un problema de liderazgo mundial pero también de liderazgo nacional; pues la globalidad es producto de las acciones de las naciones y sus líderes.
Estar bien educados es mejor que no estarlo; pero la falta de educación no es la principal causa de los grandes problemas nacionales ni globales. Para eso necesitamos mirar otros problemas estructurales, políticos, personales (valores) y económicos (estancamiento). En lo estructural están los temas de pobreza y segregación; en lo cultural la falta de hábitos proclives al aprendizaje; y en lo político, los problemas de autoritarismo o democracias simuladas. Aunque debo resaltar que los sistemas con los mejores resultados en desempeño escolar en el mundo, Shanghái en China y Singapur, son autoritarios, no democráticos.
Si pensamos que la política educativa nos sacará de todos estos problemas, es iluso; a menos que la política educativa incluya los instrumentos propios de otras políticas como la social, la cultural, la de justicia, entre otras. Los líderes se confunden al pensar que la falta de educación es la causa de nuestros problemas “sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis”.
El autor es profesor investigador visitante de la Universidad de Nueva York e integrante del Consejo Editorial de Educación Futura.