La educación debe actuar para construir la cohesión y el bienestar del país. Claro, todo dentro de la democracia y sin perder de vista que la organización que México se ha dado a sí mismo es la de una nación. El concepto de México como nación debe ser el punto de partida para pensar la educación.
Más puntualmente, nuestra primera identidad es (debe ser) la nación. Pero la educación no cumplirá su misión cabalmente si no atiende adecuadamente las circunstancias del contexto social y cultural: somos un país pobre y desigual; por otro lado, en él coexisten numerosas culturas (sólo para documentar al lector: en nuestro territorio hay 69 grupos étnicos y 20 % de la población se reconoce como indígena).
No hay duda que se debe educar conforme a un currículum común para todos los mexicanos (currículum que debe ofrecer a todos y que dé oportunidad a cada uno de desarrollar su potencial personal), pero para asegurar el diálogo democrático entre los mexicanos y la cohesión de la comunidad nacional, es pertinente incorporar dentro de ese común elementos básicos de las culturas indígenas.
La educación ética y cívica de la escuela debe acercarnos a la comprensión y la aceptación de aquellos mexicanos, los indígenas, que culturalmente (excepto en la dimensión del folklor) han sido —hasta cierto punto— desestimados por la educación. En varios respectos, ellos no piensan como nosotros ni comparten los mismos valores que nosotros.
No se trata de interpretar esta realidad con la fórmula consabida de que las culturas indígenas forman un mundo aparte, que merece atención especial. Eso es lo que se ha venido haciendo hasta ahora, por eso existe en el sistema educativo una rama especial de educación que se llama “educación indígena”.
Tampoco se trata de concebir las culturas indígenas como incompatibles y antagónicas con la “cultura nacional” lo que conduciría a un horizonte de fragmentación y lucha. No, para fortalecer el diálogo y la convivencia entre los mexicanos se necesita que conjuntos importantes de valores y significados de las culturas indígenas se incorporen al currículum nacional, es decir, a la educación que reciben todos los mexicanos. Esto, desde luego, sin menoscabo del derecho de los indígenas a una educación de calidad.
La pobreza y la marginación que padecen muchos mexicanos deben también conducirnos a repensar la educación de niños y jóvenes tomando en cuenta las condiciones culturales específicas de los entornos sociales en que ellos viven. La educación que el Estado ofrece no debe ser uniforme para quienes son desiguales. Si esto ocurre, se estará reproduciendo y ampliando las desigualdades sociales. Hasta cierto punto, esto nos ocurre actualmente.
Otro problema que enfrentamos es la rigidez de las normas en materia de currículum o plan de estudios. Se produce un plan de estudios para todo el país. Una regla para todos. Esto, en sí mismo, no está mal. El problema es que nadie puede salirse de la regla, es decir, no hay en educación pública posibilidad de innovar en esta materia.
Paradójicamente, por efecto de esta rigidez, la innovación se ha convertido en privilegio de las escuelas privadas (¡!). Véase si no, la diversidad de modelos pedagógicos que se aplican en las escuelas preescolares y primaria de carácter privado de México. Por contraste, los centros escolares oficiales de estos niveles están sujetos a un mismo patrón de contenidos, métodos, materiales, etc.
Muchos maestros destacados y creativos de escuelas públicas han llegado a concebir innovaciones en los contenidos, en los modelos de enseñanza, en la organización escolar, etc. Pero sus ideas no han progresado y, dado el burocratismo que impera en el sector público, se han visto obligados a probar sus innovaciones en el sector privado.