Si millones están privados de un bien o servicio, establecido en la Constitución como derecho para todos los mexicanos, es imprescindible actuar para resolverlo. Exigencia política: cumplir la ley, e imperativo ético de un gobierno que se comprometió a que sus acciones estarían guiadas por la equidad, reflejada en la inclusión plena de los excluidos, de los que durante muchas décadas fueron invisibles o considerados, por las élites soberbias, rémora para el desarrollo del país, salvo que se unieran a la concentración de la riqueza en unos cuantos, inaceptable, como mano de obra ni siquiera barata: cuasi gratuita. Si se trata de un imperativo, una obligación que consta en la ley y es jurídicamente vinculante, no optativa, se abren, a mi entender, dos enfoques: el que se orienta desde la noción de las carencias, o el que encara el problema a partir de la concepción de los derechos.
No es intranscendente el eje que guíe a las acciones. Si la mirada se centra en la carencia, resulta que algo es mejor que nada. Hay beneficiarios. Si se trabaja a partir del cumplimiento a cabalidad de un derecho, la inclusión ha de contar con elementos que la hagan factible en las mejores condiciones, incluso mayores de las que gozan, hoy, los incluidos de antaño. Son ciudadanos.
Es todo un reto, sin duda, pero en estas perspectivas se juega algo muy importante: ¿se trata del acceso, en efecto, a cierto servicio, en los términos más elementales, o bien de ofrecer un espacio de primer nivel a los “pioneros” en el disfrute de lo que les corresponde y les ha sido escatimado? En los sexenios pasados, el enfoque de carencias ha predominado: oiga señor, el Seguro Popular o las clínicas y hospitales de una región que conozco en Chiapas, son muy precarios, y se trata de los sitios en que los servicios de salud han estado ausentes. Es donde más se requiere que sean buenos. No sea usted necio: siempre algo, aunque no sea tan bueno, es mejor que nada.
En educación ocurría algo similar: se amplió la cobertura, pero quienes arriban por primera vez a algún nivel antes ni imaginado, lo hacen, nada más, a un pupitre y a la lista de asistencia, pues no se construyeron esas opciones de manera cuidadosa y especial, incluso mejor, para que tengan contacto con el saber y la cultura, en serio, los que más lo requieren dada la privación previa.
En la educación superior, tanto el conocimiento adquirido como el reconocimiento del certificado en el mercado, para los egresados de instituciones concebidas a partir de la carencia, es menor al de sus pares que asisten a escuelas bien avitualladas. No son pares: son nones. Valores de uso y de cambio incomparables.
Hay, y no es menor, un valor adicional: el simbólico. Para muchos, ese acceso, y la existencia de una Universidad en el poblado, es motivo de celebración: se les toma en cuenta por primera vez. Son visibles, sujetos de derecho, no deshechos y lastre como fueron concebidos y tratados tanto tiempo. Y eso se siente, se palpa. Los cohetes lo anuncian y hasta el santo patrono recibe agradecimientos que no le corresponden. ¿Es posible ligar este acto de justicia con el valor de los servicios que se ofrecen, de tal manera que, al símbolo, muy importante, central, correspondan los rasgos de lo ofrecido? Sí. Lo que resulta imposible es hacerlo de prisa, sin un proyecto académico de largo plazo, y sin los recursos materiales y humanos adecuados.
Un gobierno que se afana cada día por ser recordado como parteaguas histórico, tiene, creo, que enfrentar ese dilema: enfocar su acción desde el derecho pleno, y no regatearlo con la excluyente idea previa que algo, lo que sea, que otorga el Poder Benevolente, es mejor que nada para “esos pobres”. Los ciudadanos a incluir no lo merecen, ni haría honor a su palabra este gobierno. ¿Más de lo mismo? No.