Sonia Ventura Domínguez
(Texto realizado durante la sexta sesión del Laboratorio de Periodismo y Política Educativa)
El desierto no está vacío, por el contrario, está lleno de colores, de calor y de frío. Alberga tanta vida como muerte, con sus tormentas y catástrofes. Sin embargo, la vida sale victoriosa; tal y como en las zonas más pobres de México.
Luchan a diario por agua, por sombra, por tierra, por comida, por techo, pero aun en los lugares más inhóspitos nace la flor de la niñez, que ríe con sus dientes chuecos, que sueña con esqueléticos cuerpos, y llora por sus desgracias que no son vistas ni por gobiernos, ni funcionarios. Tan solo por ellos.
Es este el desierto al que son enviados los maestros pobres, educados generalmente en las normales rurales, a las que cada vez se les destina menos presupuesto, porque nacieron para enseñar a leer, a escribir, a pensar y a criticar y eso estorba a la proliferación de la indiferencia, la indolencia y la apatía que necesita el neoliberalismo para funcionar.
Pero aun así cantan las aves. A pesar del hambre, llegan los maestros a las aulas, asisten los polluelos humanos a la escuela, entendiendo que esta es muy diversa en su estructura: con aulas o sin ellas, con libretas o con hojas, con bancas o con troncos, con bibliotecas o con un solo libro, con baños o tan solo campo, con pizarrón o sin él, con luz eléctrica o con el sol de verano, con agua o no. Esa es la realidad de la educación, a la que llegan los maestros como profetas en el desierto.
Profetas a los que se les busca matar de inanición desde la presidencia de Manuel Ávila Camacho y ahora se les criminaliza a los profesores por oponerse a la reforma educativa que le condena a un empleo más precario. Porque no cumplen con los estándares de calidad de la OCDE, porque no aprueban los exámenes de la prueba PISA. Porque estorba la gente pensante.
Frente a la imposición de la reforma educativa y el intento por acabar con las normales rurales habría que preguntarnos, ¿No será más importante que los niños coman para que las tripas no chillen, mientras su cerebro intenta absorber las letras?, ¿No será necesario que se construyan escuelas con techos, con pizarrón, con luz eléctrica, con baños, con piso, con agua, más que gastar 1,900 mdp en publicidad de la reforma educativa?, ¿No será mejor aumentar los salarios de los profesores rurales para que ejerzan su profesión con más decoro, que pagarle 150 mil pesos mensuales al secretario de educación?, ¿No será mejor dejar de pagar los exámenes de la prueba PISA y poner en las escuelas profesores de arte?, ¿No será la pobreza el verdadero problema en la educación?.
Porque la escuela pobre es siempre un desierto lleno, en el que también crecen los cactus más grandes, como abuelos que cargan en sus arrugas la sabiduría que no reconoce la prueba PISA, pero que alimenta la vida, como los murciélagos comen el néctar de la flor del gigante de la tierra árida.
Dejar que desaparezcan los profetas del desierto es negar la educación al pobre, la lucha por el normalismo es también la lucha por la educación.