No es fácil identificar cuánto debe gastarse en educación. Recuerdo que hace años alguien, me parece que de la UNESCO, afirmó que había que destinar 6.0 por ciento del PIB a este rubro, y eso se convirtió en la cifra mágica. Honestamente, no creo que tenga sentido una misma cifra para todos. No debe gastar lo mismo un país que tiene una edad mediana superior a los 45 años (como Japón, Alemania o Italia) a uno en el que esa edad es de 27 (como México).
Pero si ese 6.0 por ciento del PIB fue durante años el reclamo popular, pues aviso que llevamos prácticamente 15 años por encima de ese nivel. Y ese mismo tiempo llevamos conociendo resultados comparables internacionalmente, y no mejoramos. De acuerdo con información que se publica en los informes presidenciales, el gasto en educación en este año será de 6.7 por ciento del PIB en total, del cual el sector privado aporta 1.4 y el público 5.3 por ciento. De ese 5.3 por ciento, el gobierno federal pone 4.2 y los estatales 1.1, más o menos.
Si en lugar de medir dinero, medimos cobertura, hemos logrado grandes resultados. Prácticamente el 100 por ciento de los niños en México tienen acceso a nueve años de educación: toda la primaria y toda la secundaria.
Preprimaria va avanzando, y no es difícil que lleguemos a diez años pronto. Tenemos dos problemas, sin embargo. Por un lado, inmediatamente después de secundaria se nos desploma la población escolar, y por otro, los nueve o diez años de estudios no parecen servir de mucho. Creo que no son problemas independientes entre sí: la mala preparación de la educación básica hace muy difícil, o imposible, avanzar en la preparatoria y llegar a la universidad, y esa dificultad, sumada a las opciones de trabajo para jóvenes, provoca deserción. A veces ese trabajo resulta indeseable, y los jóvenes terminan en eso que llamamos ninis.
Se supone que la reforma educativa, centrada en la aceptación de mediciones, debe resolver paulatinamente estos problemas. De acuerdo con los estudios académicos, el mejor avance que puede lograrse es ir eliminando a los malos maestros, algo que los exámenes deben lograr en tres o cuatro años. Pero eso no va a resolver todo. También sabemos, por otras investigaciones, que el impacto de los maestros es secundario frente al de la familia, y eso no estoy seguro que lo estemos considerando. No sería chamba del gobierno, en cualquier caso.
Un tema que sí valdría la pena discutir públicamente tiene que ver con la educación superior. Si bien la educación básica es profundamente progresiva, e impacta positivamente a la economía, la educación superior no presenta estos mismos efectos. En México, es regresiva (beneficia más a quienes ya tienen) y a nivel internacional no es claro su impacto en el comportamiento económico. Pero la educación superior sí es un espacio privilegiado para quienes trabajan en ella, que paulatinamente van construyendo mecanismos para impedir la competencia. Desde quienes tienen “planta” hasta las comisiones evaluadoras “entre pares”, que determinan pagos adicionales que llegan a ser dos o tres veces mayores que el sueldo.
Más allá de la educación superior, este fenómeno de “capitalismo de compadres” puede extenderse a la ciencia y la cultura, puesto que determinados grupos de intelectuales controlan recursos en grandes cantidades, que se reparten entre ellos: el pago del Sistema de Investigadores, los proyectos mismos de investigación y desarrollo tecnológico, las becas de creadores, los premios, conferencias, etcétera. Este tema no se discute con frecuencia, o más bien, nunca. Sería bueno hacerlo, porque, otra vez, se trata de recursos de todos los mexicanos, que acaban en manos de unos cuantos. Que sean intelectuales en lugar de políticos no hace menos dañino el impacto del compadrazgo.
Twitter: @macariomx
Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey.