No se puede negar la importancia del movimiento ni del despertar de los jóvenes. Pero fue una revuelta que se manifestó en la Ciudad de México y sus alrededores. En otras partes del territorio hubo movilizaciones —y no muchas por la llegada de los juegos olímpicos— sólo hasta después de que se supo lo de la aciaga forma que utilizó el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz para acallar la protesta.
Éste es mi testimonio de cómo vimos —ya que no vivimos— aquel movimiento en Durango. Era estudiante de licenciatura, uno de los “politizados”, es decir, participaba en grupos que discutíamos de política local y nacional en las mesas de café. También pertenecía al pequeño conjunto de lectores de periódicos —de Excélsior, en particular—, que llegaban a Durango al día siguiente y cuya lectura compartíamos en la Plaza de Armas, a media cuadra de la Universidad Juárez del Estado de Durango. También novelas y uno que otro libro sobre asuntos políticos que caía por allá. Por supuesto que Siempre!, de José Pagés Llergo, y Política, de Manuel Marcué Pardiñas, eran referencia obligada en nuestras tertulias.
Pero éramos unos cuantos, no teníamos influencia en la Universidad ni en el Tecnológico locales; al contrario, muchos nos rechazaban. De julio a septiembre no hubo una sola movilización ni paro en alguna escuela. Organizamos una velada en el Aula Laureano Roncal después de la marcha del 28 de agosto, pero no fuimos más de 50 estudiantes.
Tal vez las demandas del movimiento eran ajenas a nuestra vida cotidiana, no tenían atractivo para la clase media conservadora de fuera del entonces Distrito Federal. O quizá la maquinaria del Estado era tan eficaz que no permitía que los jóvenes que deseaban hacer política no pensasen más allá de la CNOP. La Juventud Comunista no llegaba a cinco miembros. Los más organizados eran los del Partido Popular Socialista, de Vicente Lombardo Toledano, pero estaban en contra del movimiento. Mientras el gobierno federal acusaba a los manifestantes de comunistas, los del PPS les imputaban ser agentes de la CIA.
Allá en mi tierra tuvimos dos movimientos de gran envergadura. En 1966 cuando tomamos el Cerro de Mercado y queríamos que el fierro se procesara en Durango y no en Monterrey; y la de 1970, en contra del gobernador Alejandro Páez Urquidi. En ambas conmociones decretamos huelgas en todo el sistema educativo en el estado, de jardines de niños a las escuelas superiores. Coordinábamos marchas de 20 o 30 mil personas en una ciudad que apenas rebasaba los 100 mil habitantes. Las demandas eran concretas: industrialización, en 1966, y fuera APU, en 1970.
Los líderes de aquellas luchas no construían un discurso abstracto; incluso los politizados buscaban un lenguaje sencillo para mover a las masas. Entonces, ¿por qué no nos movilizamos en 1968, cuando los seis puntos del pliego petitorio eran diáfanos? Una pequeña brigada de la UNAM y del IPN llegó a comienzos de septiembre, pero no tuvo buena recepción, sólo la que le brindamos nosotros; los brigadistas tampoco eran muy elocuentes.
Incluso, el 3 de octubre tuvimos broncas para parar la Universidad; los exámenes finales estaban cerca, los estudiantes de derecho decían que una huelga simbólica. Con todo, una minoría decretamos la huelga en la UJED y realizamos una marcha de no más de 500 estudiantes, la mayoría preparatorianos. En el Tecnológico no hubo paro.
Que fuéramos conservadores no explica todo; que las voces del gobierno satanizaran a los estudiantes movilizados, tampoco. No hicimos caso al llamado de libertad que hacían nuestros compañeros de la Ciudad de México. Pienso que algo similar pasó en el resto del país. Tardamos en asimilar los hechos, no participamos a plenitud por la desinformación reinante.
Sin embargo, el movimiento del 68 marcó nuestra vida y gracias a él gozamos de ciertas libertades. Aunque sobrevivan sus corporaciones, enterramos al régimen de la Revolución Mexicana y la democracia —aunque con altibajos y corrupciones— se abre camino.
El movimiento se inscribe con letras de oro en el Congreso. Cierto, ¡2 de octubre no se olvida!