Douglass North, Nobel de Economía norteamericano y fundador junto con Ronald Coase de la corriente conocida como “nueva economía institucional”, murió la semana pasada a los 95 años. North fue marxista en su juventud y se describía a sí mismo, ya en su edad adulta, como un “marxista de derecha”. “Marxista” por su interés profundo y persistente sobre el impacto de la estructura social sobre la actividad económica; de “derecha” por sus preferencias claras, vocales y consistentes a favor de la economía de mercado y del gobierno limitado.
La obra de North marca, en muchos sentidos, un antes y un después en el pensamiento económico y en el pensamiento social en su conjunto.
Su contribución más importante consistió en destacar y explicar el papel centralísimo de las instituciones, concebidas como las reglas del juego de una sociedad, en los procesos de crecimiento económico de largo plazo. El enorme impacto de su obra tiene y tuvo menos que ver, sin embargo, con su énfasis en las instituciones en sí mismo y más con el hecho de haber conseguido integrar el análisis institucional al paradigma de la economía neoclásica. Ello, en un momento histórico en el que dicho paradigma pasó de ser una teoría clave, pero circunscrita al mundo de la economía académica a convertirse en el sustrato intelectual de buena parte de la ciencia social “moderna” (incluyendo la historia económica), del lenguaje básico de la política pública a nivel global, así como de mucho del sentido común de nuestro tiempo.
Como tantos otros pensadores originales e influyentes, Douglass North fue un estudioso que cruzaba fronteras disciplinarias con notable audacia y fluidez; en suma, un intellectual trespasser arquetípico, en el sentido elogioso que Albert Hirschman le dio a esa expresión. Así y si bien la historia económica fue su área de investigación principal, gracias a sus aportaciones conceptuales y analíticas, su gusto por traspasar fronteras y el hecho de que su obra haya coincidido con el despegue del neoliberalismo, North terminó teniendo un impacto muy importante no sólo a su disciplina madre (la economía), sino también a la ciencia política, la sociología y la historia en general.
La muy fuerte influencia del pensamiento de Douglass North tuvo fundamentalmente que ver con su capacidad para reformular, desde dentro, la teoría económica neoclásica. Dicha reformulación consistió en el empleo de una originalísima combinación entre supuestos neoclásicos –escasez y competencia–, las aportaciones de Coase en torno a los costos de transacción, el trabajo de Simon (entre otros) sobre los límites de la racionalidad humana, y el énfasis en la recolección y uso sistemático de datos históricos numéricos para analizar las causas del crecimiento económico y el progreso social de largo plazo.
La combinación en cuestión le permitió a North integrar analíticamente a las instituciones al paradigma de la economía neoclásica y construir una historia económica que aportaba evidencia empírica dura a favor de sus tesis institucionalistas. La operación clave en todo ello tuvo como su asiento principal una crítica a la economía neoclásica centrada en tres elementos, relacionados entre sí: la ausencia de información perfecta y las asimetrías de información en muchísimos de los mercados realmente existentes; la ubicuidad de los costos de transacción dentro de la actividad económica (conceptualizados originalmente por Coase), entre los que destacan los de información, negociación y capacidad para hacer valer reglas y acuerdos (enforcement); así como las limitaciones en la racionalidad humana. Sin abandonar los supuestos fuertes de la teoría económica neoclásica, North usa estos ingredientes para explicar el surgimiento de las instituciones, sus variaciones en distintos contextos espaciales y temporales, así como su impacto sobre el crecimiento de largo plazo.
En breve, las instituciones, nos dice North, son construcciones humanas generadas para lidiar con las incertidumbres derivadas de las fallas de información, los costos de transacción y los desafíos planteados por nuestra racionalidad limitada. Las instituciones importan, pues determinan la estructura de incentivos que condiciona las decisiones individuales en distintas sociedades. También señala que las instituciones reflejan el balance de poder social existente en su origen, pero que suelen persistir aunque las condiciones sociales cambien, a veces permitiendo el progreso subsecuente y a veces impidiéndolo.
Esto último suena parecido a lo que México y América Latina llevan viviendo por décadas. Instituciones (formales y sobre todo informales) originalmente diseñadas para acotar la incertidumbre como mejor era posible, pero que han terminado no sólo reproduciendo desigualdades sociales extremas, sino ordenando la convivencia cada vez menos.
Twitter:@BlancaHerediaR