La política no vive sus mejores tiempos. Su desprestigio es palpable y parece aumentar día con día. El tema nos queda cerca a los mexicanos, pero la situación en la mayor parte de los países del mundo no es muy distinta. Por donde uno mire, se topa con lo mismo: fuerte desconfianza, disgusto, asco casi con los políticos en particular y con la política en general.
Muchos analistas y ciudadanos interesados podrían argumentar que existen buenas razones para ello. Que los políticos se tienen bien ganada su pésima fama, pues son absolutamente impresentables; que lo único que les importa es concentrar y conservar el poder para servirse a sí mismos a costa de todos.
El desprestigio enorme de la política ha alcanzado también o quizá proviene, en el fondo, del desprestigio generalizado del gobierno y de todo lo que suene o huela a público. Este último, está claro, deriva y abreva de nuestro entrañable sentido común neoliberal según el cual todo lo público (incluyendo centralmente al gobierno y lo que se le parezca) no es sino un artificio, un estratagema inventado y sostenido por unos poquitos individuos –los políticos y sus aliados– para engañarnos y expoliarnos a todos.
Sirve para documentar y afianzar esa visión tan extendida todo y cualquier cosa. Para ello, resultan especialmente útiles, sin embargo, productos culturales de consumo masivo, emocional y visualmente potentes, montados sobre el conjunto de creencias y premisas según las cuales los políticos y la política son una suerte de excrecencia terrible de la que todos somos unas pobres víctimas. Como House of Cards, videoserie norteamericana de ejemplar factura técnica y narrativa que te atrapa y reconforta mostrándote a los políticos y a la política “en estado puro”, es decir: movidos única y exclusivamente por el deseo de retener y acumular poder, sin principio u objetivo alguno distinto al de servirse a sí mismos.
¿Qué mejor vehículo para reconfirmar y atizar el repelús contra la política y los políticos que mostrar a un gran actor representando a un “gran” político, entendido como aquel sujeto capaz de cualquier cosa (menos poner en riesgo su matrimonio, que es el único y último reducto de la sociabilidad normativamente aceptable y valiosa en un universo cultural compuesto por un agregado informe de mónadas puramente egoístas) con tal de incrementar su poder con el solo propósito de tenerlo? Difícil imaginar un mejor ácido para disolver cualquier asomo de duda sobre la naturaleza perversa de la política. Especialmente tratándose de una historia y una manera de contarla que te hace sentir como testigo de las entrañas de la política desde el ojo de una cerradura.
Para visibilizar la trama de creencias, valores y supuestos sobre la que descansa House of Cards ayuda mucho el contraste con otra serie: Borgen, la teleserie danesa que también se ocupa, aunque desde un universo de signos y significados, de los políticos y la política. Como en House of Cards, el mundo íntimo de los políticos ocupa también el primer plano. A diferencia de la serie norteamericana, sin embargo, en Borgen las relaciones personales son más sutiles y variadas. En la primera, el único vínculo emocional fuerte es el del matrimonio entre Claire y Francis Underwood; en Borgen, hay muchos más tipos de relaciones con componentes afectivos fuertes: padres e hijos, amantes, amigos, aliados y aliadas, jefas y subordinados. Otra diferencia clave, desde luego, tiene que ver con el lugar ocupado por las mujeres en las dos historias.
La diferencia mayor entre ambas series, con todo, pasa por su manera de representar a la política y a los políticos. En House of Cards el poder por el poder lo es todo. En Borgen, la actividad política, si bien no está exenta de durezas, trapacerías, egoísmos y mezquindades, gira en torno a ideales y causas colectivas contrapuestas; incluye principios y dilemas morales; y alude, centralmente, a las dificultades, costos y satisfacciones vinculados a hacer posible la convivencia entre individuos, grupos e intereses distintos.
Dos miradas sobre la política profundamente diferentes. La norteamericana: descarnada, cínica y desesperanzada. La danesa, realista y descarnada también en mucho, pero, al mismo tiempo, exigente moralmente y esperanzadora. En la primera, la política como entramado parasitario, costoso e inútil; en la segunda, la política como actividad compleja y costosa que es, sin embargo, indispensable para organizar la vida colectiva y para darnos a todos un horizonte para actualizar y ejercer nuestra condición de seres esencialmente sociales.
Twitter:@BlancaHerediaR