“Cuando México manda a su gente, no mandan a los mejores. Mandan a gente que tiene muchos problemas. Nos traen drogas. Nos traen crimen. Son violadores.Enfermedades infecciosas de México se desbordan por la frontera. Estados Unidos se ha convertido en un basurero para México y, de hecho, para muchas otras partes del mundo”.
Donald Trump, precandidato republicano a la presidencia de Estados Unidos.
Resulta difícil oír las cosas que dice el señor Trump sobre México y los mexicanos y no caer presa de unas ganas irresistibles de abrazar la bandera nacional y salir en su defensa. Es entendible, en casi todos los casos y con muchísima frecuencia ocurre que el ataque de un tercero a la identidad nacional termine detonando reacciones de airada reivindicación de esa identidad lastimada.
El fortalecimiento de la cohesión interna que suelen producir los ataques externos, además de predecible, puede tener efectos positivos para la nación agredida (piénsese, por ejemplo, en muchos de los aspectos generados por la movilización nacional en los países aliados frente a la Alemania nazi). La reacción nacionalista, sin embargo, puede también comportar efectos altamente perniciosos, por ejemplo, servir para limitar libertades individuales o para justificar o incluso empeorar un statu quo precario al interior del colectivo nacional objeto del ataque.
Para reflexionar sobre estos temas, me resultó enormemente provocador y sugerente un artículo académico de Moses Shayo sobre los efectos de la forma en la que los grupos de menores ingresos conciben su identidad social –nacional o de clase– sobre el nivel de redistribución del ingreso observable en distintas sociedades. Si bien este trabajo concentra la atención en democracias de altos ingresos, sus hallazgos y conclusiones resultan muy relevantes para pensar el tema de la desigualdad y el nacionalismo en el caso mexicano. Veamos.
Shayo abre su artículo preguntándose por qué los trabajadores norteamericanos de cuello azul tienden a apoyar en menor medida que sus contrapartes alemanas políticas de redistribución del ingreso (mayores impuestos, por ejemplo). También se pregunta por qué los primeros suelen ser más nacionalistas que los segundos y si pudiera haber alguna relación sistemática entre esas dos preferencias.
Del análisis de datos comparables para las democracias avanzadas sobre grado de identificación con dos referentes colectivos –nación o de clase social– y niveles de redistribución presentes en esas sociedades, Shayo deriva tres hallazgos principales. Primero, el nacionalismo es más común entre los sectores de menores ingresos que entre los grupos de mayores ingresos en todas las democracias desarrolladas que cubre el análisis. Segundo, el nacionalismo tiende a reducir el apoyo social a favor de la redistribución del ingreso. Y, tercero, en todas las democracias avanzadas se observa una fuerte correlación negativa entre nacionalismo y nivel de redistribución presente en las políticas públicas.
El argumento de Shayo y los hallazgos empíricos de su trabajo son muy interesantes y potencialmente útiles para dar cuenta de fenómenos paradójicos, tales como la coexistencia –tan notoria y persistente en México– entre altos niveles de desigualdad social y políticas redistributivas débiles (buen indicador al respecto: desigualdad en el ingreso antes y después de impuestos y transferencias). En resumen, ahí donde los sectores de menores ingresos se identifican más con la nación que con la clase social, su apoyo a políticas redistributivas suele ser bajo, cosa que contribuye a perpetuar la desigualdad y resulta muy conveniente para los sectores privilegiados.
Para explicar el que los grupos más pobres que son los que más pudieran beneficiarse de la redistribución no apoyen ésta, Shayo echa mano de la investigación en sicología sobre identidades colectivas y argumenta lo siguiente.
Los pobres, especialmente en tanto más mayoritarios sean, tienden a ser especialmente nacionalistas, pues son más similares al prototipo nacional y porque, además, su grupo social de pertenencia directa (clase baja) goza de menor estatus que la clase alta. En otras palabras: los pobres tienden a preferir la nación a la clase como referente identitario, pues ello les confiere un estatus mejor que el identificarse como clase baja, a pesar de que ello implique costos individuales en términos materiales.
La trenza alto nacionalismo y baja redistribución ofrece pistas importantes sobre las causas y dinámicas perversas (a más desigualdad, más nacionalismo y a más nacionalismo, desigualdad más rígida o mayor) detrás de nuestra gigantesca y muy persistente desigualdad.
También debería llevarnos a ser muy cuidadosos con qué tanto permitimos que el señor Trump sirva para atizar el nacionalismo mexicano, pues, en nuestro contexto, ello no necesariamente habrá de traducirse en un país mejor y más posibilitador para todos los mexicanos.
Twitter: @BlancaHerediaR