Si bien las tres palabras que aparecen en el título pueden usarse como sinónimos, hay sutilezas que vale la pena destacar para armar un pequeño alegato acerca de lo que implica la Reforma Educativa. Pensé en liberar mi exposición con cuatro D, no nada más con tres. Discusión sería la cuarta, pero la empleo como palabra clave en las definiciones que voy a estipular.
Aclaración: No soy lingüista ni experto en gramática, lo que expongo es una versión intuitiva, útil para mi análisis, no pretendo otro fin.
Cuando me invitan a platicar sobre la Reforma Educativa, a veces lo hacen con el fin de que ofrezca una perspectiva sobre las cualidades que más llaman la atención en el movimiento de reforma; el Servicio Profesional Docente o el modelo educativo, por ejemplo. Si en la invitación aparece una voz del verbo dialogar, espero una discusión civilizada, contrastar puntos de vista, que pueden ser opuestos, pero sobre una base de respeto y reconocimiento del antípoda, que puede ser un grupo o una persona.
Puede tratarse de un diálogo informado, como lo plantearon Fernando Reimers y Noel McGinn en la década de los 1990. Ellos buscaban bases para fundamentar la discusión y cooperación de investigadores (de la educación) y el funcionariado. Abogaban por una discusión fluida y respetuosa de información e ideas. No es lo mismo estudiar un asunto —el currículo, por caso— para la academia, que tomar decisiones acerca de lo que debe enseñarse en las escuelas. Ese tipo de encuentros, basados en conocimiento experto, por un lado, y el ejercicio del poder, por el otro, con frecuencia recaían en diálogos de sordos. Reimers y McGinn deseaban evitar posturas antagónicas; no abandonar la crítica, pero tampoco hacer causa de batalla de ella; a cambio, los funcionarios deberían prescindir del aplauso a sus proyectos y del autoelogio.
También hay debates. En éstos, las conversaciones a veces se tornan agrias, aparece el tono de reyerta. Unos defienden —aunque rara vez halagan— atributos de la Reforma Educativa, mientras los opositores tratan de demoler sus argumentos. El debate parlamentario es un buen ejemplo de este tipo de discusiones. Recuerdo —el arquetipo— disputas argumentativas entre diputados que estaban a favor de la iniciativa de la Ley General del Servicio Profesional Docente y una minoría belicosa que se oponía con todo, legisladores cercanos a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. Ese debate concluyó con la aprobación de la ley, pero con concesiones a la minoría; la negociación aminoró la batalla. La discusión salió de los recintos parlamentarios y continuó en la plaza pública. Otros debates no se resuelven ya por antagonismos irresolubles ya por prejuicios y pasan a la lista de querellas interminables; por lo regular desembocan en la irrelevancia.
En diálogos y debates, por muy enconados que pudieran resultar los intercambios de puntos de vista, siempre surgen argumentos sensatos; y, aunque no predomine la razón, siempre está presente.
La diatriba es de diferente calado. En ésta prevalece un lenguaje agresivo y hasta violento, la injuria señorea a la razón y se esgrimen argumentos irreductibles. Por ejemplo, la proclama de la CNTE: “Abrogar la Reforma Educativa”. O, del otro lado, “los maestros son burros”. Aquí no hay camino para buscar acuerdos, menos consenso, es parte de la contienda continua por la educación. No importa el raciocinio, destaca el uso de la fuerza para imponer puntos de vista.
Desde el 1 de diciembre de 2012, la Reforma Educativa navega en la arena pública; en los foros de consulta para el nuevo modelo educativo sobresalió el diálogo, con todo y sus defectos, pero también hubo debates —y constructivos algunos— como en el Congreso, mientras que la diatriba impera en las calles.