El poeta Juan Gelman, nuestro aunque nació en Argentina, escribió: “narrando nuestra oscuridad se ve claramente la vida”. Nada que tenga que ver con los derechos de niñas y niñas en México puede, en estos días, escribirse o plantearse eludiendo la tragedia. No puedo y no voy a dejar de lado la tragedia primera: la de un país, el mío, en donde asesinan a niños de una forma que no es “demencial” o “irracional” o “por confusión”, sino en la espantosa pero muy racional dinámica del tráfico de armas y drogas cobijado por dos Estados –el de México y el de Estados Unidos– débiles en la visión de derechos, laxos en los principios, confiados en que las reacciones de repudio no son mayoritarias; dos Estados que en lugar de sumar sus fortalezas para salvaguardar la vida de los más pequeños, están, en muchos ángulos, podridos, y colaboran en dejar sueltos criminales, encarcelar niños y llegar injustificablemente tarde a explicar con torpeza por qué los mataron.
La segunda tragedia ya no tiene un socio internacional tan definido ni se puede tan fácilmente imputar a los “malos”: es la tragedia de un país en donde mueren niños por la corrupción, la soberbia y la impreparación de los administradores públicos y de los legisladores chapuceros. Un conteo situado: en la sierra de Chihuahua, en Guachochi, 17 muertes perinatales, y otros 31 fallecimientos de menores de cinco años por causas prevenibles –desnutrición, diarrea, enfermedades respiratorias– pero que se precipitaron por falta de personal de salud y de insumos elementales. Niñas y niños, lo más pequeños, indígenas, los más pobres.
¿Y cuándo queremos cambiar? ¿Cuándo nosotros, los adultos, vamos a aprender? La trifulca conceptual y los cientos de horas-auditorio que nos legaron un nuevo Artículo Tercero Constitucional trajeron una pieza de gran valor, una noticia realmente buena, una antorcha en medio de tan densa tiniebla como la doble tragedia a la que me referí en los párrafos anteriores. Entre otros elementos positivos, descuella el reconocimiento constitucional del derecho de los niños al desarrollo integral y la educación inicial, la obligación del Estado de garantizar su concreción y ejercicio y un mandato concreto: preséntese una Estrategia Nacional para la Atención Integral de la Primera Infancia.
El trabajo de diseño ya concluyó y sólo espera su publicación en el Diario Oficial de la Federación: en un esfuerzo notable por su pluralidad, por ir contra reloj y por traer lo mejor de la práctica experta y el conocimiento riguroso, la SEP, Salud, Bienestar, DIF y sociedad civil ya diseñaron la ruta de las atenciones y el esfuerzo transitable para tener por primera vez un trabajo articulado para todos los menores de seis años en el territorio nacional. Pero, y aquí es donde la pala se dobla, corre el riesgo de promulgarse con toda oficialidad y solemnidad, pero sin dinero: con frac de cartón para la foto, pero desnuda de posibilidades. Ha tenido que venir un exhorto, respetuoso pero urgente, de la misma Comisión Nacional de Primera Infancia, dirigida al secretario Herrera de Hacienda, a Alfonso Romo de la Oficina de Presidencia y al diputado Ramírez Cuéllar, presidente de la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública.
El mensaje global que debemos transmitir es claro: en lo que podemos impedir que los maten, al menos no los dejemos morir. Es increíble que un país se pase repartiendo dinero sin condiciones ni focalización para otras etapas de la vida, pero que despoje a los más pequeños aún de lo poco que tenían. En la alquimia de “Estancias Infantiles” a “Apoyo para el Bienestar” se le quitaron ya el año pasado dos mil millones de pesos y hay un subejercicio que ronda los doscientos millones; en este Proyecto de Presupuesto se recortan 223 millones de pesos a los centros de primera infancia de DIF. No es falta de inversión: es un grosero despojo. Les quitan porque no votan, porque no son clientela, porque aunque lloren no los oyen. No; no es aceptable. Si no podemos parar las balas, al menos paremos los recortes. Que nadie acepte que es normal este despojo.