Miguel Casillas
Entre los efectos más difíciles de resolver que ha provocado la pandemia de la COVID-19 está el incremento de la desigualdad social. Específicamente en la educación superior, durante la pandemia ha ocurrido una afectación diferenciada entre el estudiantado, que ha hecho daño a los más frágiles y pobres en capital cultural.
Si bien la educación superior tuvo un origen elitista ligado a la raza, al género y la clase social, el lento proceso de masificación y democratización del ingreso se expresó en la ampliación de la matrícula universitaria para superar los cuatro millones de estudiantes y la ampliación de su diversificación social: hoy la universidad está integrada por tantos hombres como mujeres, hay estudiantes de todos los credos, colores y orígenes sociales, hay estudiantes de origen indígena y también afromexicanos.
Sin embargo, a pesar de su expansión y diversificación, la educación superior en México sigue siendo un bien cultural escaso al que llegan sólo cuatro de cada diez jóvenes, mientras que en todos los países desarrollados acceden todos y en muchos países de Latinoamérica superan nuestras posibilidades.
Estas apreciaciones generales no deben ocultar que, a pesar de la ampliación de la matrícula y las oportunidades de acceso a la educación superior, al interior de las poblaciones estudiantiles hay una enorme diversidad, y que durante los años de la pandemia han sido muy desiguales las oportunidades que tienen los estudiantes para dar continuidad a los estudios superiores. A las viejas desigualdades se agregaron las nuevas, derivadas de la pandemia.
En agosto de 2020, la CEPAL-UNESCO publicaron un reporte sobre la situación educativa al inicio de la pandemia (La educación en tiempos de pandemia de COVID-19), se trató de una muy ilustrativa foto de cómo estaban los países de América Latina respondiendo a la pandemia y cuáles eran algunos indicadores de desigualdad social que estaban afectando de manera diferenciada a los estudiantes.
El informe de la CEPAL-UNESCO identifica que la medida casi generalizada fue la suspensión de clases, que tuvo consecuencias educativas, pero también en la nutrición de miles de niños que recibían desayunos escolares. Las medidas educativas dominantes fueron las clases en línea, la transmisión de programas de TV y fue menor el uso de plataformas educativas. Del total de países estudiados, sólo en ocho se ofrecieron dispositivos tecnológicos a los estudiantes. La posición de México en comparación con otros países es grave, en términos de desigualdades y de atraso. Con datos del 2018 se observa que en el promedio de la OCDE 92 de cada 100 jóvenes mayores de 15 años tienen acceso a Internet; el promedio de América Latina es 79, mientras que el de México es 68. Este promedio a su vez esconde una situación de profunda desigualdad en las condiciones de estudio en México, pues cuando se analiza a los estudiantes de acuerdo con el cuartil socioeconómico al que pertenecen, se observa que mientras 78 de cada 100 estudiantes del cuartil más alto tienen una computadora portátil, en contraste sólo 11 de cada 100 de los estudiantes del cuartil más pobre tienen acceso. El acceso a Internet en el hogar es otra evidencia de esta profunda desigualdad: 95 de cada 100 jóvenes del estrato socioeconómico más alto dispone de acceso, mientras que esa condición sólo la cumplen 30 del cuartil más pobre.
La CEPAL-UNESCO identificó que, en promedio en América Latina, las desigualdades económicas diferenciaban la experiencia escolar de los estudiantes durante la pandemia. En diversos indicadores se comprueba que los estudiantes de los estratos socioeconómicos más altos usan más las computadoras, hacen más tareas usando Internet, usan más Internet para buscar explicaciones que sus compañeros más pobres, lo mismo para comunicarse con sus compañeros para hacer las tareas y para comunicarse con los profesores.
El mencionado informe de la CEPAL-UNESCO se presentó al inicio de la pandemia. Las autoridades universitarias y de la educación superior del nivel federal, estatal e institucional no pueden llamarse a extraño. Durante los dos o más años que ha durado la pandemia, salvo algunas excepciones, de modo deliberado ignoraron a los más pobres, a los más frágiles y desposeídos: los dejaron al garete. Al no reconocer e identificar a los más pobres en capital cultural y al no generar políticas específicas de apoyo, refuerzo y acompañamiento, contribuyeron e incrementaron la desigualdad. Al no identificar a los más frágiles no se generaron los apoyos institucionales para frenar la deserción, no se renovó el sentido de las tutorías, no se les dotó del apoyo necesario; una vez más fueron ignorados.
De por sí, es grave el descuido con que se ha tratado a los estudiantes de la educación superior durante la pandemia; sin embargo, es peor todavía que en las estrategias de retorno a las actividades presenciales no se haya diseñado un plan de apoyo, refuerzo, reintegración al espacio institucional y reactivación de su socialización disciplinaria. No hay políticas que estén promoviendo el retorno para los que se fueron y suspendieron sus estudios. Carecemos de una estrategia nacional para reactivar los espacios universitarios, para fomentar la innovación y para conformar un sistema híbrido.