El primero de julio se cumplieron dos años de que ganó la presidencia de la República, AMLO. Su triunfo representó un avance para la democracia mexicana. El otrora opositor, convenció a la mayoría. Pese a que sus propuestas no eran del todo novedosas, mandó el mensaje de que él podría encabezar un gobierno diferente.
Combatir la corrupción, acabar con la inseguridad y luchar contra la desigualdad eran tres exigencias para el nuevo gobierno encabezado por un personaje cuya tenacidad y entereza para enfrentar al adversario fueron sobresalientes. Pero a partir de 2018, tenía que demostrar su estatura en el poder que buscó denodadamente. En el campo de la política educativa, había serias dudas de la originalidad, consistencia y efectividad de la oferta del entonces candidato de Morena.
Pero de lo que se trataba era de ganar el poder y para ello, AMLO construyó una narrativa enardecida sobre los errores de las reforma educativa que propuso Enrique Peña Nieto. Sin que mediara la razón, AMLO prometió derogar, cancelar, tirar, echar abajo la “mal llamada reforma educativa”, la cual, según él, “trató de someter a los maestros, con el pretexto de las evaluaciones, a n de avanzar en la privatización de la educación” (Hacia una Economía Moral, 2019: 54-55). Pese a que esto no era verdad, los símbolos se impusieron sobre los hechos. Tampoco en su mensaje de antier, el presidente explicó cómo han mejorado los aprendizajes en Ciencias, Lectura, Matemáticas o Ciudadanía de la gente más pobre, solamente hizo mención del cuantioso número de becas entregadas y del de escuelas que se abrieron.
Aquí es interesante hacer notar que, pese al cuantioso gasto en becas, el abandono escolar en media superior, según cifras oficiales, disminuyó sólo un punto y medio porcentual, mientras que el porcentaje de jóvenes de entre 15 a 17 años que cursan el bachillerato se mantuvo conservadoramente, es decir, sin cambio sustancial en dos años. Esta selección de indicadores es, como usted bien dirá, limitada para poder hacer un juicio global del desempeño de la 4T en el campo educativo; no obstante, también estará de acuerdo que no estamos frente a la Gran Transformación. El discurso grandilocuente no habilita derechos, al contrario, puede menguarlos al inhibir la crítica ciudadana y la vigilancia pública sobre la acción gubernamental. Sigamos, por tanto, haciendo balances educativos para exigir que la función de un gobierno democráticamente electo se cumpla y si no, que lo pague en las urnas. Así es la democracia.
*Texto publicado originalmente en El Universal Querétaro