Delma Cecilia Martínez Muñoz*
México se convulsiona ante la imposición de una “reforma educativa” con tintes eminentemente políticos y económicos que atienden a los intereses de organismos internacionales y empresarios nacionales. El año 2000 la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) dictó las reglas definitivas del juego en el documento titulado Acuerdo para la Cooperación y la Calidad Educativa, donde ya se estipulaba la evaluación docente como uno de los principales aspectos a considerar. Así mismo la organización de Mexicanos Primero, impulsa fuertemente las imposiciones de la OCDE con exigencias tajantes de evaluación punitiva a los docentes, encabezada esta por Claudio X González uno de los empresarios más prominentes de nuestro país.
En las calles la lucha política no se dejó esperar y por supuesto que tiende a ser un factor de cambio, es innegable que la presión ejercida por la disidencia y las afectaciones colaterales que ello genera, la convierten en un instrumento determinante en la conquista de posicionamientos políticos.
Sabiendo de antemano que los grupos de poder económico y político históricamente imponen los cánones a seguir a las clases dominadas, los docentes activistas debemos empezar a debatir si realmente es suficiente con la lucha en la calle o si es necesario voltear a ver las prácticas pedagógicas que realizamos en las aulas, para generar una consciencia crítica en nuestros estudiantes, pues desafortunadamente el activismo no está alcanzando para cambiar la realidad nacional.
Ante el panorama planteado, es necesario escudriñar en el papel que estamos jugando los docentes cuando cada día la puerta de su aula se cierra y la clase comienza. Para lo anterior me permito hacer una analogía con el ensayo de Hanna Arendt titulado Eichmann en Jerusalen: Un informe sobre la banalidad del mal. –Sólo cumplía órdenes- dijo Eichmann cuando se le preguntó si tenía conciencia de los horribles crímenes que cometió en los campos de concentración. Pero Eichman solo asumió su deber de manera escrupulosa, sin asumir conciencia de ello, sin motivaciones malignas específicas.
Para Arendt, un agente del mal desideologizado y anónimo contribuye a perpetuar el poder. ¿Seremos acaso los docentes, esos agentes desideologizados? ¿Dónde habitamos los maestros cuándo damos clases, ¿En cuál de los grupos definidos por la Banalidad del mal? ¿Acaso somos nihilistas, asumiendo los valores y movidos por nuestros propios intereses, arribistas sin escrúpulos, pensando únicamente en nuestro bienestar? ¿O seremos dogmáticos, refractarios ante el diálogo, inamovibles y seguros de que esta realidad es natural? El mundo es de vencedores y vencidos. O quizá, y sería lo más letal, somos “ciudadanos normales”, ese grupo irreflexivo y numeroso que asume costumbres de manera acrítica, que venera la costumbre y se apropia de ella sin cuestionarla. Tal vez los ciudadanos no somos ciudadanos, sino una masa moldeable. Quizá la mayoría de nosotros toleramos, participamos, aplaudimos desde la desideologización. ¿Será acaso la escuela un espacio donde ya no convivimos, sino simplemente coexistimos, donde solo preparamos a los estudiantes para insertarse en un capitalismo salvaje?
Es probable que México esté viviendo en este momento su propio holocausto, convertidos en ciudadanos superfluos. No en ignorantes morales, no, porque cuando estamos ante algo sabemos discernir entre un acto bueno y un acto malo, pero carecemos de la reflexión y pensamiento de ello, llenos de incapacidad para juzgar los actos. Vivimos en lo que Arendt denomina “la solitud” esa incapacidad para evocar un diálogo con nuestra conciencia, escuchando la reflexión crítica que nos hace. Conocemos las cosas, resolvemos problemas, pero no intentamos resolver conflictos morales. No hay una movilización de paradigmas. Vivimos en la era de la violencia masiva. Perdimos la capacidad para sorprendernos e indignarnos, de escuchar nuestro pensamiento crítico y la catástrofe será inevitable.
Efectivamente los ojos de los maestros, políticos, medios de comunicación y sociedad, se encuentran puestos en la evaluación docente ¿Pero y la evaluación en las aulas?
En aulas, se libra también una batalla, la evaluación se convierte en una silenciosa semilla de la banalidad del mal. Las marchas, las consignas, la lucha, son y serán siempre una forma válida de resistencia ante el poder. Sin embargo resulta imperativo plantearse qué hacemos los docentes dentro de las aulas y cómo de manera consciente o inconsciente, validamos la hegemonía de la evaluación como única forma de ver los resultados educativos.
Con lo anterior me refiero específicamente a las prácticas evaluadoras que se llevan a cabo dentro de las aulas. Parece como si la evaluación hubiera sido calculada para destruir la dignidad humana. Este punto puede y debe ser un aspecto fundamental de debate en la actual realidad nacional, porque mientras el docente lucha en contra de una evaluación injusta, mal pensada, que elimina los derechos laborales; en las aulas, se hace todo lo contrario. Se inocula a nuestros estudiantes y a sus familias con la evaluación como sistema de control y castigo. Y la evaluación termina constituyéndose como el único fin de la educación.
El sistema educativo del estado de Chihuahua, establece un programa de registro de calificaciones individuales denominado SIE (Sistema Integral Escolar) el cual propone hasta 10 aspectos ponderados en porcentajes (que fueron asignados al libre albedrío sin ningún sustento teórico o pedagógico). Dos exámenes parciales (puede ser uno) con un valor total de 15%, un examen bimestral con valor de 15%, otra parte denominada por la autoridades como cualitativa que comprende el 50%, donde se encuentra una diversidad de elementos que muestran el desconocimiento, pues igual se mezcla un cuaderno, que un proyecto, una rúbrica, lista de cotejo, exposición… Finalmente se califica un 10% conferido a coevaluación y un 10% a autoevaluación.
Al final del registro, el alumno queda enmarcado en un 100%. Mismo que solo el estudiante y el docente conocen, porque los padres solo reciben el número final de cada asignatura. Además de obligarnos a colocar un 5 como calificación mínima, aunque el estudiante no haya presentado ningún trabajo de los antes mencionados. Convirtiéndose esto en una simulación donde el alumno comienza a jugar con sus probabilidades para mover sus calificaciones y obtener la mínima aprobatoria.
Cada maestro, al menos de secundaria como es mi caso, atiende grupos de en promedio 45 a 50 estudiantes, y un mínimo de 5 grupos al día. Entre el proceso de dar las clases, avanzar con el temario, determinar aprendizajes esperados, dar avisos, sin anexar a ello las actividades extracurriculares, la evaluación es una piedra en el zapato de la realidad del aula, pues o das clases o evalúas aspectos detallados como solicitan que se haga, pues la evaluación como se plantea en la educación básica es un requisito engorroso que supuestamente está siendo formativa, habría que acotar que sí está formando, pero no precisamente los ciudadanos que requieren sean formados. Sino unos ciudadanos que trabajan para satisfacer las diferentes formas de trabajo y evaluación docente más que su crecimiento personal.
Aunque lo anterior no debiera llamarse propiamente evaluación, sino la asignación numérica a los productos presentados. Esas calificaciones se registran, y al final de cada bimestre el sistema es abierto para captura de las mismas, de las cuales ahora se hace responsable el docente. Entonces 250 estudiantes en un promedio de 8 calificaciones por cada uno, estamos hablando de capturar 2000 calificaciones. El problema de capturar, podría verse como mínimo, sin embargo el programa no es benévolo, no permite copiar y pegar en caso de que tengas un registro en tablas digitales, pero seguiré insistiendo, capturar es lo de menos. El verdadero meollo es cómo obtuviste las 8 calificaciones de cada uno de los 250 estudiantes. Exposiciones, antologías, ensayos, prólogos, informe de experimentos, línea del tiempo, consignas, resúmenes, exámenes, maquetas, cuestionarios, biografías, cuentos, programas de radio y además debes de concentrarte en el bullying, problemas familiares, divorcios, maltrato, abuso de la tecnología, problemas económicos. Pues debe entenderse que no se trabaja con objetos, se trabaja con sujetos y cada uno de ellos representa una problemática específica. Más aún durante la adolescencia.
Todo lo anterior, todo el trabajo realizado para que al final de cuentas solo importe al estudiante, al padre de familia y a la sociedad, un número que categoriza a un individuo del 5 al 10.
¿Cómo se puede cambiar algo, si siempre se hace de la misma manera?, los estudiantes no conciben a la evaluación como un medio, sino como un fin. Para ellos es de poca relevancia la transformación que se genere durante un proyecto, el entendimiento del mundo, su participación en la conformación de seres más justos, la lucha contra la corrupción, la ayuda al otro, la crítica de la realidad y las injusticias latentes. Si al final, lo único que debe preocupar es ¿Profe, qué me saqué? Expresión bastante utilizada en las aulas. De qué sirven las planeaciones con la pedagogía crítica, la reflexión, si se ha educado para que sólo te importe el número.
Entonces volvemos al planteamiento del inicio sobre cómo estamos enfrentando los maestros que nos decimos “críticos” los procesos de enseñanza aprendizaje y la evaluación en las aulas. Cómo seguimos alimentando la idea de Eichman -¡yo solo cumplo con lo establecido! Cuando algunos salen a la calle y gastan las voz en sus consignas y al llegar a sus aulas aplican las planeaciones que les proporcionan las mesas técnicas sin cuestionarlas, sin coaptarlas, esas mismas planeaciones que están sujetas a la visión opresora y que van perpetuando aquello contra lo cual luchan en la calle.
Los estudiantes son sometidos entonces a un proceso, donde se siembra la evaluación como el fin de la educación, no importa cuánto hagas, cuan buen ciudadano seas, cuánto respetes la diversidad, la ecología, cuánto puedas ser consciente del mundo que te rodea, lo único que importa es la calificación que te asignen. Se establece dentro de las aulas, la sacralización al número. ¿Cómo podríamos entonces pedir a los individuos que no asuman la evaluación como un todo? Si durante su educación la evaluación ha sido el todo, el número ha sido quien dicta su destino de ingreso o salida, de trato en las aulas, de premio o castigo, incluso laboral, pues con una boleta y los números se pretende medir la totalidad de un individuo.
Entonces la evaluación y la forma de hacer pedagogía son los agentes del mal educativo que mencionaba Arendt. Forma “ciudadanos desideologizados” que se insertan al mundo y difícilmente podrán cambiarlo. El interés por informarse no existe – Sólo cumplía órdenes dijo Eichmann cuando se le pregunta por la conciencia de lo que realizó, manifiesta superficialidad para vincular los actos sin motivación. El deber escrupuloso se asume sin conciencia, esto es la banalidad del mal, actos objetivamente monstruosos sin motivaciones malignas específicas.
Ante una Ausencia de malignidad, el problema no es hacer el mal, sino ¿Por qué lo haces? El problema no es evaluar, sino para qué lo haces. El problema no es cumplir con la planeación sino contra quién la aplicas. En la banalidad del mal, no hay odio, no hay nada, es horrible, es banal. El hombre se ha transformado en algo superfluo. Flota en “la solitud”.
Ahí se encuentra el verdadero reto, cómo se alejará a los estudiantes y a los docentes de la solitud, cómo sacaremos de las aulas a los ciudadanos comunes y cómo vamos a construir nuevas formas de entender la pedagogía y la evaluación como proceso dialógico, en una evaluación del oprimido, en una construcción de una pedagogía de la esperanza.