No es un derrotero sencillo. Las reformas en educación —aun aquellas exitosas, como las de Finlandia o Singapur— por lo regular implican luchas políticas. Ningún manifiesto de reforma educativa ha tenido consenso absoluto; siempre hay grados de resistencia. Quienes nos dedicamos al análisis macro de las políticas educativas a veces perdemos la perspectiva práctica y no vemos los tiempos en que tardan las propuestas en llegar a las aulas, ni el efecto de los instrumentos que los gobernantes utilizan para difundir las tramas más importantes, ni las actitudes con respecto a la reforma de los receptores últimos: directores de escuela y maestros frente a grupo. La Reforma Educativa en curso en México puede servir de ejemplo.
Si se considera la propuesta —el Pacto por México— y la realización de los primeros instrumentos institucionales manifiestos en leyes, el tiempo fue brevísimo. Del 1 de diciembre, cuando el presidente Enrique Peña Nieto tomó posesión del cargo, al 11 de septiembre de 2013, cuando se publicaron las leyes secundarias en el Diario Oficial de la Federación, pasaron diez meses. A pesar de que se obviaron debates parlamentarios, la estrategia de los firmantes del Pacto funcionó. Hoy México tiene un marco legal abundante y —tal vez— sólido.
Sin embargo, cosechar otros frutos y poner en práctica las aristas principales de las leyes representó problemas severos. Los tiempos que fijó el Poder Legislativo para la ejecución de las primeras evaluaciones, por ejemplo, fueron perentorios. La Secretaría de Educación Pública no estaba preparada ni la Junta de Gobierno del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación se había asentado por completo. Además, la Secretaría de Gobernación otorgaba prebendas a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación al margen de la ley; eso interfirió con la aplicación de los otros instrumentos de política, como los Foros de Consulta para el Nuevo Modelo Educativo que organizó el secretario de Educación Pública, Emilio Chuayffet, en 2014. No obstante, la SEP instituyó otros aparatos como el Sistema de Información y Gestión Educativa y sustituyó la Carrera Magisterial por un nuevo modelo de incentivos sin la participación del SNTE. Además, el gobierno federal recentralizó el pago de la nómina, despidió a miles de aviadores, retiró a otros millares de profesores de comisiones sindicales y quitó a los estados burócratas que pagaban con dinero para educación.
Los dispositivos institucionales transitaron, pero la comunicación política fue deficiente. Con todo y que el Modelo Educativo para la Educación Obligatoria contiene elementos humanistas y de progreso, que el Servicio Profesional Docente comprende reglas de equidad y que pone el mérito sobre el compadrazgo, el gobierno no puede modificar en lo sustancial la actitud de los docentes. No sólo es un asunto de estrategia comunicativa, sino de emprender una operación de plazo largo para alterar la persistencia cultural de los maestros.
Aquí está, pienso, el meollo de la cuestión. Los gobiernos mexicanos se rigen por sexenios, los cambios en la mentalidad y las actitudes toman lustros. Asimismo, alcanzar mudanzas en costumbres y hábitos arraigados demanda más que propaganda e incentivos materiales. Una y otros son piezas clave, pero insuficientes. Llegar al corazón de los maestros y de los futuros docentes exige que los nuevos planes, programas y materiales desafíen su inteligencia, que no sean meros manuales ni recetarios. Me parece bien que el Modelo hable de autonomía escolar y profesionalismo de los maestros, pero una y otro reclaman conocimiento, motivación interna para la labor docente, trabajo arduo y planeado.
El proyecto de Reforma Educativa mexicana brinda esa posibilidad, pero el sexenio se agotó y hoy crecen más las ofertas de echarlo para atrás. Su solidez está a prueba. Ahora depende del azar electoral si la reforma llega a las aulas y las escuelas tendrán algo de autonomía.