Es posible que todo gobierno contenga alguna dosis de corrupción, entendida como el uso –usualmente ilegal– de recursos públicos para beneficio económico personal o de grupo. Ello en virtud de que resulta difícil imaginar formas de generación y ejercicio del poder político que descansen única y exclusivamente en el consentimiento basado en convicciones compartidas entre gobernantes y gobernados, o bien en una capacidad coactiva tal por parte del gobierno que no le sea necesario el pago de apoyos para asegurar gobernabilidad.
Dicho de otra manera, si consideramos que cualquier gobierno requiere de la obediencia de sus gobernados para poder gobernar y que para obtenerla cuenta con tres mecanismos básicos –convencimiento, coacción o compra–, resulta posible suponer que entre más disponga de los primeros dos, menos requerirá del tercero y viceversa. O sea: a mayor legitimidad y mayor capacidad coactiva, el gobernante tendrá menos necesidad de repartir goodies a cambio de obediencia. Si, en contraste, dispone de poca legitimidad y/o escaso poder coactivo, su dependencia de la compra-venta de apoyos tenderá a incrementarse.
De hecho y leída desde una perspectiva política, la corrupción consiste justo en eso: la compra de obediencia, de apoyos y de aliados por parte del gobernante o del que aspira a serlo a fin de asegurar capacidad de gobierno. La parte más llamativa y aparatosa de la corrupción, es decir, la que tiene que ver con el enriquecimiento ilícito de políticos, funcionarios y sus aliados privados, es un subproducto de aquello. Una excrecencia, esto es, de formas de gobernabilidad que, ante la ausencia de legitimidad y coacción suficientes, acaban dependiendo de transacciones ilegales o de dudosa legalidad para comprar obediencia a cambio de beneficios privados de variada naturaleza.
La existencia de sistemas de justicia robustos limita las prácticas corruptas porque eleva el costo de los actos corruptos. Pero, no sólo por eso. Dichos sistemas limitan la corrupción, pues su existencia misma revela y, al mismo tiempo, incentiva la reproducción de formas de gobernabilidad en las que la legitimidad y el uso legítimo de poder coactivo suficiente actúan como las anclas fundamentales del gobierno. Sin estos elementos –insisto: legitimidad y amenaza de coacción creíble y suficientemente disuasora–, las leyes, lejos de fungir como límites efectivos para gobernantes y gobernados, terminan convirtiéndose en un recurso para la compra-venta de obediencia y apoyos. No es que las leyes no importen en este tipo de contextos. Importan muchísimo, pero sirven para otra cosa: sirven para que gobernantes con poca legitimidad y capacidad coactiva para hacerlas valer parejo, potencien sus limitadas capacidades vendiéndole a algunos la no-aplicación de la norma a cambio de apoyos.
Contra lo que pudiera pensarse, la prevalencia de la corrupción más que un síntoma de fuerza es un síntoma de debilidad político-institucional. La corrupción florece ahí donde la legitimidad del gobernante es precaria y donde éste carece de la capacidad coactiva suficiente para imponer la voluntad general de forma legítima. En suma y como lo han mostrado empíricamente Méon y Weill (Is Corruption an Efficient Grease?), la corrupción no sólo florece, sino que resulta funcional en contextos políticos con instituciones muy débiles e ineficaces.
El problema viene cuando la corrupción se vuelve disfuncional, pues ya nadie la controla y en lugar de abonar a la gobernabilidad, la socava. En contextos con largas historias de corrupción, sin embargo, no resulta fácil dejar atrás el equilibrio gobernabilidad-corrupción. Para lograrlo, se requieren muchos elementos, entre los que destacan tres: una sociedad a la que, lo que antes le parecía natural, empieza a resultarle repugnante; un liderazgo político que, visible y creíblemente, hace suya la guerra contra la corrupción; y un Poder Judicial liderado por individuos con visión transformadora e integridad fuera de toda duda.
Twitter: @BlancaHerediaR