Esta semana se realizó en Guanajuato el Congreso Nacional de Investigación Educativa. En el país es la reunión cumbre de los investigadores, profesores y estudiantes del área, coordinada por el Consejo Mexicano de Investigación Educativa. Al mismo tiempo, asisto al 1er Congreso Internacional de Ciencias Sociales y Humanidades organizado por la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Tengo algunos motivos para la reflexión y la autocrítica.
Cuando tengo oportunidad de asistir a congresos lo hago. Si el tiempo es suficiente elijo pausadamente las conferencias, mesas o paneles a que asistiré. Ya decidido, me dispongo a aprender; por lo menos es la intención. No siempre lo consigo. En esas ocasiones, entre mis prejuicios y los discursos de los ponentes, panelistas y conferencistas, más temprano que tarde me pulverizan los deseos.
Voy a hacer un paréntesis para explayarme. Hace algunos años, en Monterrey, durante un congreso nacional de tutorías, Luis Porter tuvo la gentileza de presentarme con Manuel Gil Antón, a quien había leído pero no conocía personalmente. Conversamos los tres, más bien ellos, pero fue tiempo suficiente para conocer en vivo la lucidez que ya había leído en Manuel. En la ocasión, él estaba muy enfadado por la presentación que antes había hecho un panelista. Hizo el siguiente comentario, palabras más, palabras menos: si en un congreso de matemáticos alguien dice que dos más dos son cuatro, lo corren de la sala. En cambio, siguió, acá cualquiera puede venir a decir cualquier cosa, tenemos que aguantarlo y el final hasta le aplauden.
Suscribo lo dicho por Manuel, a pie juntillas. Ahora debo aclarar: no es que en este congreso en Córdoba sólo se repitan “boludeces”, pues en la academia argentina existe un muy buen nivel de formación y discusión en materias educativas o humanísticas. En otras áreas no sé. En este congreso escuché pocas, envueltas en el vicio de la verborragia, que en algún momento resulta insoportable. Más allá del contenido –que debe ser lo principal, aunque no sólo- me dejan amarga sensación esos panelistas, conferencistas y ponentes que ignoran al “público” y pasan la mitad, o más tiempo, explicando todo aquello que debería dominar quien asiste a un congreso nacional o internacional de especialistas de tal o cual tema. Como en las matemáticas, siguiendo la anécdota de Manuel Gil Antón.
A ver si me explico mejor con algunos ejemplos absurdos. ¿Tiene sentido exponer en una maestría en literatura quién fue Miguel de Cervantes, Pablo Neruda o Gabriel García Márquez? ¿Se justifica que venga una profesora de, digamos, la provincia de Salta, a enseñar en Córdoba la importancia de la Reforma de 1918 en las universidades?
Si alguien tiene una relectura de un autor, teoría, hecho, concepto, etcétera, valdría la pena que la mostrara. Bienvenida: que desarrolle la exposición de un ángulo desconocido, de una faceta olvidada, o de una nueva teoría interpretativa. Pero, por favor, que nadie venga a explicar para qué sirven las tutorías en un congreso de tutorías, la educación bancaria de Paulo Freire en un congreso de educadores, o por qué son complejos los hechos sociales en una reunión de cientistas sociales.
Mi punto de vista puede ser controvertido, combatido o francamente descalificado. Lo acepto. Pero la honestidad invita a aceptar algunos hechos obvios, como la falta de respeto (puede haber buena intención o decencia, sin duda) a la mínima formación profesional e intelectual de su auditorio. Recuerdo aquí las enseñanzas magistrales de Eduardo Galeano: si son mejores que el silencio, que se pronuncien las palabras.
Como hipótesis (si gustan) o como provocación (si les parece), pienso que en las universidades, en la educación en general, nos faltan silencios y nos sobran palabras insulsas.