La moralidad hace referencia a la capacidad humana de prever las consecuencias de sus acciones, de formular juicios de valor y de elegir entre modos alternativos de acción. Pero también señala a la amalgama de emociones, sentimientos y comportamientos que los humanos podemos desarrollar hacia la alteridad, particularmente hacia otros seres vivos.
Analizar la emergencia de la moralidad desde la perspectiva evolucionista nos evidencia que ésta surge de un largo proceso evolutivo tanto biológico como cultural. Es así que nuestro comportamiento ético tiene un origen adaptativo y ha sido resultado de un proceso de variación y selección natural, pero también de uno cultural y civilizatorio.
Por ello, ante la crisis estructural en la que estamos inmersos, y entendiendo a la moralidad como un proceso aún en desarrollo, es primordial re-significar de manera profunda nuestras reglas de convivencia social pues ningún grupo humano puede sobrevivir y alcanzar su máxima potencia sin la ayuda y comprensión mutua, sin la empatía, solidaridad y el altruismo que equilibran al egoísmo y constituyen las bases armónicas de la convivencia humana.
Ahora bien, para intentarnos explicar la espiral de violencia que lleva azotando a nuestro país por años, resulta inevitable referirse al fenómeno de la crueldad. Ésta se caracteriza por ser violencia absoluta, violencia por la violencia que es odio que despoja y hiere; la expresión más devastadora, ominosa y dañina de la pérdida de todo sentido ético en la persona.
La crueldad devasta todo vínculo humano, es yerma y arcaica, va pletórica de dolor y miseria, es la negación de la posibilidad de amar. El miedo, la impunidad y la cultura del odio hacen posible la emergencia de la crueldad, pero también las tradiciones y la moral específica de una sociedad -sus usos y costumbres-.
El ser humano no es cruel por naturaleza pero puede terminar siéndolo en distintos contextos y en respuesta a ciertas estructuras de las relaciones de poder desvirtuadas y anegadas por los más bajos impulsos humanos.
La crueldad, hoy omnipresente en nuestra vida cotidiana, se ha desatado en la guerra y en la explosión delictiva que nos azota a diario, pero también viene de más atrás y es parte de nuestra cultura y tradiciones.
Ahí está en las fiestas con martirio y muerte de animales como son el sacrificio prolongado del toro en la arena y las peleas de perros y gallos que sufren para la alegría de un público indolente; ahí en las fiestas religiosas en las que penitentes sufren de diversos suplicios a ojos vistas; ahí en la tortura practicada por cobardes servidores públicos o mercenarios, ahí en los linchamientos callejeros siempre anónimos e infames.
Crueldad arraigada en el autoritarismo, la desigualdad, la injusticia, la impunidad, en el miedo, la mentira, en una economía de privilegios y corrupción, en el desprecio generalizado a la ley, en la indiferencia, en el resentimiento del que habló Octavio Paz y que, al aflorar, es la expresión cruda del “México bronco” señalado por Jesús Reyes Heroles. Así parece innegable que una sociedad cruel y violenta genera individuos crueles y violentos.
En México la violencia ha desbordado el ámbito de la “guerra contra el narcotráfico” y está presente en todo espacio, público y privado, desde los hogares hasta los estadios, pasando por cárceles, estaciones y rutas migratorias, albergues para niños, escuelas y los giros rojos y negros donde se violan los más elementales derechos humanos. México se duele por la crueldad cebada en los más vulnerables que es, entre sus muchos rostros, pederasta, misógina, feminicida e infantil; se duele por la crueldad institucionalizada que asesina, desuella, descuartiza y que es inefable genera horror y nos arroja al desasosiego.
Los grandes cambios nunca parten de cero, detrás de todo acto hay personas y el poder sólo acontece en las acciones de los individuos. Las personas somos quien damos sustento y sentido al sistema que nos gobierna, somos todos agentes de cambio también desde la micro-escala, aquella de las acciones cotidianas y de las decisiones que tomamos.
Para conjurar el odio, el miedo, la cultura de impunidad y la crueldad que hoy nos azota hay que cambiar nuestras costumbres y promover nuevos valores empezando por realizar actos solidarios y rechazando la violencia, respetando la ley pero, sobre todo, defendiendo los derechos del prójimo y conquistando los propios. No podemos permitir que la barbarie se siga perpetuando hasta engullirlo todo.
(*) Maestro en Filosofía. Profesor de la Facultad de Filosofía y Letras UNAM y Asesor de la Dirección de la Facultad de Ciencias UNAM