¿A qué me refiero? Hablo, específicamente, de un problema: la reducción que se viene de demanda de trabajos calificados, debida a la expansión de la robótica y de la computación, aunada, siempre, la revolución en las comunicaciones.
El Financial Times de esta semana publica un artículo de fondo basado en el análisis de un libro de Erik Brynjolfsson y Andrew McAffee del MIT, acerca de la Segunda era de la máquina
, que refiere el impacto que viene de las nuevas máquinas provistas de inteligencia artificial, que están ya comenzando a transformar la economía del planeta. Estas nuevas máquinas, aunadas a la revolución en los sistemas de comunicación, de computación y de almacenamiento de datos, tienen la potencialidad de desplazar el trabajo especializado de manera parecida y paralela a los efectos de desplazamiento que tuvo la primera era de la máquina sobre el trabajo manual. O sea que estamos ante un posible desastre, o al menos frente a un profundo descalabro para el empleo tradicional en las clases medias.
Se trata de una amenaza muy real, que requeriría discusión pública a escalas local, nacional e internacional, y de una reacción ordenada y organizada, a partir de la discusión de los datos. Pero en tanto se va organizando una discusión así –que seguramente tardará porque las implicaciones de esta nueva revolución industrial están todavía en puertas–, importaría orientar el debate educativo a una realidad distinta de la que imaginan hasta ahora nuestros educadores, planeadores y políticos.
El precepto de la reforma educativa actual es que hay que mejorar la calidad educativa; mejorar las competencias para ingresar mejor al mercado laboral. Esta conclusión es válida e importante en muchos aspectos. Mejorar competencias –la capacidad de los estudiantes– es fundamental. Que el alumno aprenda a leer y escribir muy bien, que haya leído algunos libros, revistas y periódicos, y que tenga capacidad de razonamiento matemático y una cultura científica y humanística básica. Todo eso importa, y muchísimo, para la construcción cabal de los jóvenes como personas con un potencial abierto a la vida, potencial que es siempre desconocido, y siempre sorprendente. Ningún maestro o tecnócrata o político debe obstruir el paso a la creatividad de las nuevas generaciones, sino, al contrario, hacer todo por potenciar esa creatividad.
Además, la competencia es un valor independientemente del estado de nuestra tecnología. Vivimos en sociedades complejas, con una división igual del trabajo: necesitamos muchas competencias. Que los médicos sepan medicina, que los plomeros entiendan de materiales y de hidráulica, que los maestros conozcan su materia, etcétera. Ser competente es, al final, un valor en sí mismo. Por eso las competencias se justifican más allá de la competencia
en el mercado laboral, y por eso es un error oponerse cerradamente a la competencia, siempre y cuando ésta se entienda como cualidad de ser competente, y no como actitud antisocial.
Pero así como importa elevar la calidad educativa –definir y construir competencias en todos los lenguajes del conocimiento, teórico y práctico–, importa, y de manera verdaderamente urgente, pensar seriamente en la educación como un proyecto de cooperación comunitario. ¿Por qué?
En primer lugar, porque está claro, aun hoy, que el mercado laboral crece a un ritmo muy inferior a la expansión del sistema educativo. La razón de nuevos empleos a nuevos egresados es baja, o sea que hay muchos egresados del sistema educativo que no consiguen trabajos para los que están preparados. Además, está la realidad de la revolución tecnológica con que comencé este artículo. La situación de empleos para la clase media seguramente no va a mejorar demasiado, y bien puede empeorar, aun en el caso esperado de que la situación macroeconómica de México mejore. Así como hemos sido testigos de una reducción y crisis del proletariado industrial, estamos hoy frente a una crisis de empleo en las clases medias.
Ante una situación así, es un poco absurdo imaginar que el proyecto educativo se debe centrar únicamente en formar competencias académicas en el estudiante. Se necesita, además, crear una educación social, atenta al colectivo y a la comunidad, que sea capaz de darle sentido a la creatividad de los alumnos y a que tengan apoyo para crear las redes de solidaridad y de sociabilidad sobre las que recaerá su vida social y económica.
Esto significa que la discusión educativa necesita volver a estudiar y a repensar las filosofías educativas orientadas a la creación de nuevas comunidades. Pienso, por ejemplo, en los textos ya clásicos y realmente creativos de Iván Illich, y quizá en otros educadores innovadores en la tradición anarquista o socialista, que se preocuparon seriamente por la cooperación y la comunidad como eje del proceso educativo.
Es falso concluir, como han hablado algunos, que el sistema educativo de hoy no deba comprometerse seriamente con la formación de competencias individuales. Pero es igualmente falso que las reformas educativas se deban encaminar exclusivamente a crear competencias y que eso mágicamente redundará en la creación de buenos empleos y desarrollo social.
Estamos frente a una verdadera revolución tecnológica. Esa revolución presenta retos de primer orden para el sistema educativo. Sólo podremos hacerle frente si le prestamos tanta atención a la educación como proyecto cooperativo como el que estamos queriendo dar a la calidad educativa en lengua, matemáticas, y cultura.
Publicado en La Jornada.