A la memoria de los periodistas asesinados, ¡justicia ya!
Decía Octavio Paz que las vocaciones son misteriosas y se preguntaba: “¿por qué aquel dibuja incansablemente en su cuaderno escolar, el otro hace barquitos o aviones de papel, el de más allá construye canales y túneles en el jardín o ciudades de arena en la playa, el otro forma equipos de futbolistas y capitanea bandas de exploradores, o se encierra solo a resolver interminables rompecabezas? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo que sabemos es que esas inclinaciones y aficiones se convierten, con los años, en oficios, profesiones y destinos”.
La profesión docente no escapa a este misterio. Habrá algunos que se convirtieron en maestros porque no había de otra, porque la tradición familiar así lo marcaba o porque algo les reveló cierta vocación. Pero no seamos presuntuosos, la existencia humana no es “cabalmente inteligible”, como bien diría Pablo Latapí Sarre. Para muchos, elegir algo sustancioso implica transitar por múltiples caminos y caer en contradicciones. Yo puedo aspirar a alguna cosa, pero mi vocación no revelada me conduce por otros senderos. ¿Cómo salir de este enigma? Quizás experimentando cosas distintas y probando actividades diferentes. La vocación puede entonces no ser sólo una revelación, sino la construcción de un camino basado en la experiencia.
Pero experimentar en tiempos de aceleramiento escolar y ansiedades económicas parece un despropósito. “Dedícate a lo que estudiaste; no pierdas tiempo o si no serás considerado como un fracaso”. Bajo este dogma, organismos internacionales, gobiernos nacionales, think tanks y no pocos maestros y padres de familia, promueven que la educación debe ser “relevante”.
Sin embargo, las universidades públicas mexicanas, pese al control burocrático basado en la desconfianza y a los desestimulantes sistemas de “estímulos”, aun constituyen ambientes intelectuales. Aquí encontramos posturas teóricas debatibles, libertad de cátedra, expresiones artísticas, contenidos curriculares variados, despreocupación por lo inmediato y sobre todo, maestros que nos inspiran. Este ambiente también puede influir profundamente sobre la vocación.
Entonces, aparte de la experiencia, la vocación también se enriquece de influencias intelectuales, autores, determinadas corrientes del pensamiento o incluso de particulares estilo de vida. Repito: no todo lo que hacemos o elegimos es resultado de un ejercicio inteligible, ni mucho menos producto de una relevación divina.
Pero, ¿vale la pena ser maestro en estos tiempos? ¿Qué nos mueve a dedicarnos a la docencia? Ser maestro, decía Latapí, tiene afortunadamente rasgos luminosos que se descubren cuando logramos trascender las “pequeñas miserias de la cotidianidad” y podemos recuperar lo esencial. ¿Y qué significa esto? Quizás significa responder al llamado – no tan misterioso – de que todas las niñas, niños y jóvenes pueden “abrir sus inteligencias” y ser personas de bien gracias a la educación. Algo distinto al interés propio moldea nuestra vocación docente.
En su libro Lección de los maestros, George Steiner pregunta, ¿qué es lo que confiere a un hombre o a una mujer el poder para enseñar a otro ser humano? Aventuro una respuesta. Por un lado, la vocación humanista de la que hablaba Latapí y por otro, la capacidad de asombrarse y de saber aprender al enseñar. Cuando uno está frente a un grupo de niños o jóvenes se levantan más dudas que certezas. Se entra en un terreno que nos permite revisar observaciones y reformular preguntas. Sabemos, por medio de la docencia, que las cosas son más complejas de lo que puede presentar la televisión, las redes sociales o una simple charla de café. Se nos exige, como maestros, presentar argumentos de manera coherente, hallar los matices para lograr una mejor comprensión de los problemas y sobre todo, ser críticos de nuestra labor frente a la mirada perspicaz de los jóvenes de hoy.
En resumen, nos hacemos maestros por múltiples factores que rebasan por mucho la mera vocación. Este atributo, en ocasiones, no es cabalmente inteligible. Hay que experimentar y vivir abiertamente para descubrir la punta del iceberg que la constituye. En este azaroso camino podemos encontrar influencias intelectuales y personales, así como frustraciones. Pero la carrera docente posee una característica distinta al de otras profesiones: al ejercerla, estamos conscientes que podemos rebasar el interés propio para tratar de que otras personas sean capaces de “abrir sus inteligencias” y ser gente de bien. Vale la pena.