¿Cómo podría la reforma educativa, centrada principalmente en la educación básica y en la evaluación, aportar elementos para reflexionar sobre el quehacer universitario y tratar de mejorarlo? Gracias al noveno seminario de la Comisión de Investigación de la Federación de Instituciones Mexicanas Particulares de Educación Superior (FIMPES), realizado en la Universidad del Valle de Atemajac de Guadalajara, traté de dar respuesta a esta pregunta.
En primer lugar, es importante recordar que las responsabilidades de la universidad con respecto al conjunto del sistema educativo son “múltiples, como bien señala Juan Carlos Yáñez, de la Universidad de Colima. Pese a ello, según este investigador, en varias cumbres mundiales sobre educación, se ha advertido del “desdén” con que suelen mirar las instituciones de educación superior (IES) a los otros niveles del sistema.
En México, ¿será el caso de las escuelas normales? ¿A qué grado se han fortalecido las instituciones formadores de maestros al ser parte de la Subsecretaría de Educación Superior? Unos días después de llevarse a cabo el Foro de Consulta Nacional para la Revisión del Modelo Educativo, referente a la Educación Normal, la prensa publicó una nota que señalaba que 66 por ciento de los normalistas salen mal preparados (Excelsior, 16/03/14 nota de Lilian Hernández). Éste es el primer punto en donde la reforma educativa actual y las universidades del país se unen.
En segundo lugar, la reforma educativa actual ha creado un ambiente idóneo para volver al debate sobre evaluación y calidad con nuevos bríos. Al contrario del nivel de educación básico y media superior, en el universitario aún hay vaguedad sobre el concepto de “calidad”, los elementos que lo componen (e.g. equidad, pertinencia, relevancia),
tampoco hay indicadores de aprovechamiento académico pese a los múltiples ejercicios de evaluación y entonces sigue quedando abierta la pregunta de si las universidades estamos educando mejor a los jóvenes que hace 20 años. ¿O alguien tiene evidencia confiable de ello?
Sobre el concepto de calidad y su encuadre normativo, pienso que el derecho a la educación le está dando determinada orientación a los esfuerzos en el nivel básico y para la educación media superior, el Marco Curricular Común, el cual se construyó —con aciertos y errores— a partir de la Reforma Integral de la Educación Media Superior de 2008 es una guía filosófica del bachillerato. ¿Y para la educación superior? ¿Qué referente normativo puede darle sentido a la noción de calidad? ¿O es que tal tarea no es posible?
Establecer un marco normativo es un asunto que implica pluralidad y diálogo constante. Una propuesta digna de repensar —y que aquí en Campus han comentado varios colegas— es la de la filósofa Martha Nussbaum, quien en 1997 escribió un interesante libro llamado Cultivating Humanity: A Classical Defense of Reform in Liberal Education y en 2010, volvió al ataque con Not for Profit. Why Democracy needs The Humanities.
La pregunta aquí es si ante estas articuladas propuestas y sobre todo, ante los avances conceptuales y retos técnicos que se están gestando a partir de la reforma educativa, las universidades mexicanas —y sus asociaciones— no tendrían que impulsar un amplio debate sobre cómo imaginar y construir un marco de evaluación y calidad consistente, integrado y confiable. El ambiente es propicio.
La necesidad de impulsar este debate está ampliamente justificado. Ante el vacío conceptual sobre la calidad de la educación superior y la consecuente carencia de indicadores, se han impulsado ejercicios que se basan en metodologías muy rudimentarias para establecer la “calidad” en la educación superior. Me refiero a los “rankings” y palmarés elaborados por medios de información tanto internacionales (The Times) como nacionales (Reforma y El Universal).
Otra justificación para renovar el debate sobre la evaluación y calidad es que a pesar del esfuerzo realizado por el Centro Nacional de Evaluación de la Educación Superior (Ceneval) y de los recursos invertidos en los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la Educación Superior (CIEES) y en el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior (COPAES), seguimos sin contar con indicadores de aprendizaje que nos muestren qué universidades están realmente formando bien a los jóvenes del siglo veintiuno.
En 2008, la Comisión Especial Interinstitucional, designada por el Consejo Nacional de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), elaboró un documento que presentaba un certero diagnóstico de los procesos de evaluación actuales para la educación superior. Uno de los puntos más sobresaliente de este documento fue destacar la separación entre los ejercicios de evaluación y la calidad, entendida esta última como una elevación sostenida del logro académico.
El documento de la ANUIES afirmaba que no había “evidencia confiable” para asegurar que las evaluaciones realizadas por los CIEES contribuían a mejorar el aprendizaje de los alumnos. Pese a esta observación hecha hace casi seis años, seguimos ubicados en el “frenesí evaluador”, como bien observó Rollin Kent. Por si esto fuera poco, hay indicios de que los organismos afiliados al Copaes han desvirtuado los ejercicios de evaluación.
Frente a estos errores, hay que insistir —sí, una vez más— en la urgente necesidad de revisar a fondo la política de calidad y evaluación en la educación superior. El primer objetivo de este ejercicio podría ser construir una noción de calidad que posibilite la construcción de indicadores confiables con los cuales se puedan hacer comparaciones sin fines comerciales de las distintas instituciones de educación superior.
Publicado en Campus Milenio