El cerebro es una impresionante “máquina” de aprendizaje. El número total de posibles conexiones es inmenso pero lo realmente misterioso son los incontables y complejos patrones o redes de comunicación.
Sabemos que cuando juntamos las neuronas cognitivas con las emocionales de manera positiva, el conocimiento verdadero se potencia; cuando lo hacemos negativamente, el significado del conocimiento se obstaculiza. Veamos un ejemplo.
Sebastián es un bebé encantador con alrededor de 12 meses de edad. Todavía gateando, de repente ve a cierta distancia un objeto nuevo, raro y en movimiento. Sebastián sabe que algo diferente está ahí pero no sabe qué es. Su curiosidad lo lleva hacia el objeto. Su mamá se da cuenta de lo que sucede y reacciona con vehemencia: “¡Sebastián, no, no toques esa araña!”. Sebastián reacciona al grito y susto de su mamá y con el tiempo aprende que ese objeto raro se llama “araña” y es peligroso. Las neuronas de la cognición (conocimiento) se juntaron con las de la emoción (miedo, peligro). Esas neuronas se quedarán pegadas para siempre.
Ahora extrapolemos este simple ejemplo al resto de nuestro aprendizaje. De la misma manera que en este ejemplo se juntaron las neuronas, en todo el resto de la vida con otros sucesos las neuronas harán trabajos análogos. Las neuronas aisladas no saben lo que hacen, pero juntas, forman sentimientos, emociones y pensamientos. Estas redes y patrones que a veces los psicólogos llaman tendencias, traumas o complejos, de alguna manera “secuestran” a nuestra mente y voluntad. La fuerza de esas primeras experiencias diseñará el imperio con el que el cerebro nos controlará en el futuro.
Estas sinapsis y sus redes continuarán durante toda la vida. Y la única forma de superar patrones, traumas u obsesiones es con trabajo profundo cognitivo y emocional.
Con este conocimiento del conocimiento, podemos apuntar algunas acciones concretas para ayudar al crecimiento de niños y jóvenes hasta que alcancen la madurez de la función ejecutiva cerebral, entre los 20 y 25 años de edad.
De los 0 a los 6 (+/-) años de edad: mucha ternura, vocabulario variado, relaciones cordiales, autorregulación y autocontrol. ¿Cómo? Enseñar a los pequeños el valor de posponer la recompensa. En pruebas científicas que se conocen como el “marshmallow test” se ha demostrado una y otra vez que los niños que son capaces de sacrificar una recompensa menor ahorita, por una mayor dentro de un rato, tienen a lo largo de su vida mejor desempeño escolar, mejor vida de trabajo, de pareja y de familia y reportan ser más felices. Saber sacrificarse ahorita por algo de mayor valor después muestra carácter (“grit”).
De los 7 a los 13 (+/-) años: compañía, comunicación verbal y atención no dividida. Los niños deben ser motivados intrínsecamente. Se debe evitar sustituir la compañía y calidad parental por obsequios físicos, no importa qué tan valiosos parezcan ser para los niños. El cerebro es fácilmente seducido por los regalos y, por ende, aprende a manejar con maestría el chantaje.
De los 13 a los 19 (+/-) años: monitoreo y mucha comunicación; escuchar, escuchar, escuchar y hacer notar, no imponer, los costos de las acciones. En esta edad el cerebro todavía no está maduro para tomar decisiones de costo/beneficio. Entonces, lo mejor que podemos hacer como padres o maestros es acompañar el crecimiento de la función ejecutiva sin suplantarla, es decir, decidir por ellos. El extremo opuesto es igual de dañino: pensar que los adolescentes son adultos y, por tanto, pueden tomar decisiones importantes. Los jóvenes necesitan acompañamiento inteligente, auténtico y cercano. El cerebro adolescente, por alguna razón misteriosa, gusta del monitoreo de los padres, a pesar de que pidan lo opuesto.
Si hacemos eso, haremos lo mejor posible por nuestros niños y jóvenes. Si hacemos lo contrario, premiar, regalar, sin hacer caso de lo anterior, en realidad somos egoístas: nuestra propia indulgencia. Eso quiere decir que no aprendimos de pequeños el autocontrol.
Investigador visitante del Colegio de Boston y la Universidad de Nueva York.