No es difícil comprender la lógica que está detrás de las propuestas que han formulado diversas organizaciones de la sociedad civil para combatir la corrupción en México. Son tres ideas directas y simples: 1) que haya instituciones públicas fuertes, dedicadas a velar por la honestidad de los asuntos públicos; 2) que esas instituciones gocen de autonomía de gestión y de decisión; y 3) que estén articuladas entre sí, de manera que formen un sistema de pesos y contrapesos.
Por su parte, las iniciativas que se han presentado hasta ahora por el gobierno federal mexicano —de manera directa o a través de su representación política en el Congreso— han adolecido de alguno de esos atributos: la Comisión Nacional Anticorrupción que se propuso al principio de este sexenio no habría resuelto la fragmentación de esfuerzos que hoy prevalece en esta materia, ni habría incidido en la revisión de los procesos que generan oportunidades para la corrupción; de haberse aprobado en sus términos, seguramente habría sido un poderoso instrumento político del gobierno federal, con influencia en los tres poderes y en todos los gobiernos locales, pero centrada casi exclusivamente en la persecución selectiva de individuos corruptos y no en la corrección de las causas que generan ese fenómeno. Un nuevo instrumento de poder vertical no equivale, de ninguna manera, a un sistema capaz de garantizar comportamientos honestos en el espacio público.
De aquí también que el Consejo Nacional de Integridad Pública que se propuso hace apenas unos días, encabezado por el Presidente de la República e integrado por todos los poderosos del país (incluyendo a los gobernadores de los estados) no
pueda ser leído sino como una ocurrencia para darle mayor capacidad de control al titular del Ejecutivo.
La propuesta presentada por la academia y la sociedad responde, en cambio, a los atributos mencionados: recupera las mejores prácticas en la materia, luego de un minucioso diagnóstico compartido, para subrayar la importancia de construir o fortalecer instituciones públicas que ya tienen experiencia en la auditoría de procesos, desempeño y control interno. No pide empezar de cero, sino aprovechar esa experiencia adquirida y fortalecerla, aprendiendo de sus errores y corrigiendo sus deficiencias. Y al mismo tiempo, ofrece respuestas para colmar los vacíos institucionales que han impedido que los controles internos y externos de la administración pública, que detectan procesos e individuos corrompidos, acaben protegidos por la impunidad. Pero la condición es que, en efecto, sean instituciones autónomas, fuertes y articuladas en un sistema coherente.
Es una apuesta institucional, que tendría que asentarse en el marco constitucional del país; no reclama más influencia para las organizaciones sociales —ni quiere ganar un lugar en la mesa donde se sientan los gobernantes de turno—, sino garantizar mayor transparencia y mayor responsabilidad para todos; no pide capturas a modo de peces gordos (ni flacos), sino salidas jurídicas viables a la exigencia de rendición de cuentas; no aspira a debilitar a la clase política acumulando escándalos cada día, sino medios de inteligencia institucional para corregir las fallas de gobierno de manera oportuna, y también para detectar las áreas donde los privados corrompidos hacen negocios; no busca establecer controles absurdos que detengan la eficacia de los gobiernos, sino fortalecer la exigibilidad de la responsabilidad pública por medios jurisdiccionales bien diseñados. No es una venganza frente a los agravios acumulados en esta materia, sino una alternativa basada en la buena fe para darle un aliento de esperanza a la honestidad y la ética pública.
¿Por qué no quieren hacerlo? Quizás, supongo, porque no quieren perder el control que siempre han tenido sobre el espacio público capturado. Rendir cuentas no es cosa fácil para quienes confunden la representación pública con el patrimonio privado.
Investigador del CIDE