Rosalia Nalleli Pérez Estrada
Empezar la clase virtual en estos días implica encontrase con una variedad de sorpresas y de prepararse para todo, incluso para no tener la clase. Incluye también aceptar que dependemos de la tecnología y de una buena conexión a internet para poder trabajar. Además; significa concientizar que no tendremos en nuestra clase a 20 o 30 alumnos del otro lado de la pantalla, sino a 60 o 90 personas a la vez, por toda la familia que esté también escuchando la clase.
Esta última idea surge porque el día de hoy al observar una clase, escuché a un niño preguntar si podía ir al baño y, antes de que la maestra contestara, se oyó la voz de la mamá cuestionando por qué no había ido antes de iniciar y ella dio el permiso. Eso pasaba justo a las 8:01 de la mañana.
En esta ocasión, la clase se abría con un solo link generado por un maestro, y después varios maestros más se iban conectando en diferentes horas, como si entraran a un salón, pero a distancia. Al terminar la clase, cada docente tenía que abandonar la sala para que la maestra continuara con sus contenidos y, tratando de obedecer la propuesta de la nueva escuela mexicana, entrarían después más docentes: el de música, oratoria, matemáticas, el profesor de cívica y para innovar, el de francés.
En esta institución, los niños no verían la clase por televisión, ni se beneficiarían de los 450 millones de pesos que el gobierno había destinado para que los niños aprendieran en casa, ni mucho menos sabrían del contrato número 1259984. Esos números no representarían nada para ellos pues acudían de manera virtual a una escuela particular aún, en tiempos de pandemia.
Para agregar más emoción a la clase, en la pantalla y a espaldas de cada profesor, se apreciaba un salón adornado con globos y letras de bienvenida; así como un colorido calendario escolar hecho a mano, el cual también descansaba sobre el pizarrón. La maestra, toda limpia, maquillada y sonriente, daba la bienvenida a los alumnos que iban entrando a su sala de clase. Su rostro se veía radiante (quizás porque evitaría las prisas de tomar un microbús, no saldría de casa, no corría ningún riesgo mortal, solo que le fallara el internet o se fuera la luz). Tampoco tendría que exponerse a la mañana fría y lluviosa y cuando lo deseara, podría prepararse un delicioso y espumoso café o una rica torta mientras los otros maestros trabajaban en su clase. Un salón casi tradicional, pero a la vez moderno, porque había una sola sala para todos, pero a distancia. Además, en la pantalla, se veían las caras hermosas e inocentes de los niños que aprendían mediante un teléfono celular o en computadora y observaban y contestaban cuando les activaban el micrófono.
Indudablemente, la clase era novedosa para ellos. Nadie se movía de su lugar. Nadie golpeaba, gritaba, ni se empujaba. Tampoco se quitaban el lápiz o la goma, ni jalaban las trenzas de la compañera. No había abrazos ni besos y la única interrupción era pedir permiso para ir al sanitario, a la vez que la mayoría miraba la pantalla. Atrás, a lo lejos, se oía el ruido de trastes, de una escoba o el susurro de un papá o de una mamá dando la respuesta o un regaño, si el niño no contestaba. Esa clase era diferente a muchas, una clase para todos, incluso para los pequeños de la familia, que alrededor jugaban o lloraban.
La maestra sonriente, sabiéndose observada y quizás hasta grabada, trabajaba complaciente, tratando de ayudar a todos, en una hora que pasaba muy rápido y en la cual se respiraba cordialidad y confianza. En la clase todo era agradable, con luces, risas y alumnos participando. Nada empañaba ese momento, ni el miedo por la pandemia, por la economía tambaleante o por los resultados de aprendizaje. Justo en ese momento, otros niños, en muchas partes del país y en un ambiente nulo de interacción, probablemente se encontrarían sentaditos frente a una pantalla pero de un televisor, escuchando un radio o leyendo sus cuadernillos de trabajo, tratando de comprender lo que escuchaban o veían y tomando notas. Lo más importante de esto, es que se pueda aprender desde casa, -rápido o lento- digamos, un poco libres de la adversidad mundial y aprovechar el secreto de usar y explotar al doble los medios que se tienen, para poder avanzar; aunque en el fondo se sepa del riesgo de aumentar esos 31 millones de Mexicanos, que aún hace falta atender, para mejorar la educación del país
Esta clase observada parecía perfecta en un tiempo lento y engañoso, que nos aleja de la realidad y no permite ver el panorama completo y nos hace soñar que el miedo a la muerte ha minimizado a cero la violencia intrafamiliar, la pobreza y el hambre, como quizás las diversas autoridades lo observan; sin vivir de manera directa lo que viven a diario maestros, alumnos y padres de familia en los rincones del país. Una clase moderna, opuesta a muchas realidades y por supuesto diferente a aquel poema de Antonio Machado Recuerdo infantil, que describe la educación tradicional del siglo XIX y de inicios del siglo XX, donde se percibe el aburrimiento y el fastidio y nadie, jamás en ese tiempo, imaginaba lo que viviríamos con la modernidad, en época de pandemia:
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón».
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia en los cristales.
https://www.espoesia.com/poesia/antonio-machado/recuerdo-infantil-antonio-machado/
Rosalía Nalleli Pérez-Estrada. Directora de Universidad Santander, Campus Tlaxcala. Profesora por asignatura, de la Universidad Politécnica de Tlaxcala y en coordinación del Departamento de idiomas de la misma universidad. Investigadora invitada por CIFE.