Mario Hernández Arriaga
Twitter: @mharriaga
En una entrevista publicada en El País (https://bit.ly/2C6Gsoi), el director de educación de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), Andreas Schleicher, manifestó, entre otros aciertos, que a pesar de los grandes esfuerzos hechos por el gobierno de España por cambiar las leyes en materia educativa en la práctica no ha cambiado nada.
La pesimista aseveración emitida pronto la contextualicé al territorio mexicano. En primer lugar, porque la historia educativa nuestra no es diferente a la del país de la península ibérica. En segundo, por la reciente publicación de las tres leyes secundarias emanadas de un gobierno de izquierda que aspira, a través de una reforma que la mayoría aplastante en el gobierno presume sí es educativa, lograr más que la calidad una excelencia.
En México, hemos asistido a una pasarela de cambios y remiendos a las leyes educativas con el prurito enarbolado de tener una mejor calidad educativa. El sucinto texto de una académica, Blanca Heredia (https://bit.ly/35PadGI), ilustra mejor esos vaivenes de las innumerables reformas, cambios en las leyes y sus frutos. Desde que el vocablo gestado en el ámbito empresarial, la calidad, formara parte de la jerga educativa “se han creado numerosos programas y se han pronunciado un sinnúmero de discursos”, explica Heredia; sin embargo, las palabras de Schleicher califican bien los resultados del final de cada sexenio: no hay avances. Y como si no bastara con esto, algunos de los factores de anquilosamiento de la calidad persisten, según las mismas notas de la académica citada: “las carencias administrativas y de personal para hacer realidad leyes y programas en el aula; la inadecuada preparación de muchísimos maestros en servicio para encarar la tarea; y la insuficiente y muy inequitativa distribución de recursos materiales y humanos para que las escuelas mexicanas puedan impulsar mejores aprendizajes”.
Con un discurso lleno de pronósticos halagüeños para avanzar más allá de la calidad educativa, pero sobre todo garantizar que la población de niñas, niños y adolescentes más vulnerable acceda a ella, el gobierno que inició su mandato en 2018 emprendió la tarea de edificar una nueva reforma educativa. Aunque también tuvo como propósito “no dejar ninguna coma de la mal llamada reforma peñista”, los primeros pasos avanzaron con la enmienda al Artículo Tercero de la Carta Magna; tiempo después con la publicación de la Ley General de Educación, la Ley General de Mejora Continua de la Educación y la Ley General del Sistema para la Carrera de las Maestras y los Maestros.
En el eje de lo realmente educativo de las leyes publicadas en el Diario Oficial de la Federación, existen pretensiones plausibles: poner a los alumnos en el centro del quehacer cotidiano; saldar las deudas históricas ominosas de la otra población mexicana muchas de las veces olvidada, mediante la inclusión y la equidad; asimismo, rebasar el ámbito de la competencia en puntajes en lengua y matemáticas para llegar a la formación humanista e integral, una aspiración de vieja data.
No hay discordancia en que esta es una aspiración sempiterna para muchos, quizá todos, los mexicanos: tener más y mejores alumnos con conocimientos y habilidades para competir con sus homólogos de otras latitudes, además sean el vehículo para llevar al país a ese derrotero ideal que se pregona en el Artículo Tercero Constitucional y sus leyes subordinadas. Sin embargo, también hay común acuerdo de que la sola promulgación y cambios en las leyes no redundarán en más y mejores niveles de calidad en la educación.
Aunque su origen sean las voces recuperadas en foros, o cumplimiento de las promesas de campaña que el mandatario conspicuo hizo ante profesores de diversas ideologías sindicales, las leyes no moverán los engranajes de las maquinarias que hacen germinar la calidad. Las escuelas y sus actores educativos desarrollan su propia cultura organizacional, entendida como la forma particular de realizar la tarea educativa, y no siempre responden a los mandatos gubernamentales: algunas quedan por debajo de las aspiraciones, aunque otras las rebasan.
Parece fútil el apunte, pero algunos estudios han señalado que la calidad o la excelencia la llevan a cabo las organizaciones escolares con ciertas prácticas comunes (Sammons, Hillman y Mortimore, 1998); acciones que nacen y desarrollan a partir de los mismos actores educativos más que de los ordenamientos legales o los grandilocuentes discursos. La profesionalización y la cohesión de los liderazgos están presentes en los logros excelsos.
La normatividad tiene poder, es sustancial, pues señala obligaciones para unos y responsabilidades para otros, plantea estrategias genéricas y, para el caso particular del país, acotaba poderes otorgados a los sindicatos, cual sea su denominación y corriente política que contribuyeron a dar pasos inversos al ideal educativo. No obstante, sólo es un pequeño escalón de muchos para arribar al ideal educativo.
El camino a recorrer apenas empieza, pero si se repiten las mismas acciones, a pesar de saber sus posibles resultados, nos condena a hacer nuestra la afirmación de Schleicher. La historia podría repetirse, y al final será la mejor evaluadora, más que la evaluación coordinada por los organismos internacionales que, por cierto, el gobierno actual les muestra tirria.
Referencias
Sammons, P., Hillman, J. y Mortimore, P. (1998). Caracterísitcas clave de las escuelas efectivas. México: Secretaría de Educación Pública.