¿Quién puede estar en desacuerdo con que jóvenes mexicanos que terminan de sicarios sean, mejor, becarios? Supongo que nadie y López Obrador lo saben. Por ello resultó tan pegadora y pegajosa la fórmula con la que nos resumió lo que piensa y plantea en relación a los jóvenes sin futuro que México produce a raudales.
Proponer ofrecerles una beca a los miles de jóvenes sin escuela o empleo que se ven orillados o tentados a vivir en la ilegalidad y el crimen significa, en primerísimo término, dejar de soslayarlos y convertir su problema en un problema de todos. Se nos olvida con frecuencia, pero de eso se trata la Política con mayúscula: problematizar un estado de cosas torcido, hacerlo visible, y convertirlo en parte de la agenda de todos.
Un segundo mensaje contenido en esa frase-resumen es que, a juicio de AMLO, el sistema educativo mexicano no puede desentenderse de un asunto que afecta tanto y tan gravemente a los jóvenes. Al proponer hacerlos “becarios” y no “trabajadores temporales” o “beneficiarios de un apoyo X”, el virtual presidente electo está diciendo que nuestro sistema educativo no puede ni debe permanecer al margen, tiene que entrarle al problema y contribuir a atenderlo.
Coincido en que no podemos exentar a las instituciones educativas de participar activamente en buscar salidas para las legiones de jóvenes mexicanos a los que el país no les ofrece oportunidad alguna de desarrollo. No podemos ni debemos exentarlas, pues las instituciones responsables de proveer educación media superior y superior se orientan a darles servicio justamente a los jóvenes y cuentan (al menos, en principio) con el expertise para atenderlos y ofrecerles experiencias provechosas. Además, hay que decirlo, no disponemos de muchas otras opciones, en el corto plazo, para insertar a la vida social organizada a jóvenes excluidos de ella.
Ahora bien, abrir las compuertas, en particular de la educación superior, para integrar socialmente a jóvenes desprovistos de opciones, plantea desafíos gigantescos. Para empezar está el asunto del financiamiento. Juntar los recursos requeridos para cubrir becas, nuevos espacios, profesores y demás en las instituciones de educación superior existentes, así como 100 nuevas universidades, resultará complejo. El nuevo gobierno ha anunciado que incluirá a las universidades privadas en la tarea. Habrá que pensar, también, en aprovechar intensiva y creativamente a la tecnología, en plantear programas de licenciatura más flexibles y en hacer el mejor uso posible de los limitados recursos financieros disponibles.
Un segundo reto tiene que ver con cómo involucrar a las universidades en la atención del problema de la exclusión social de miles de jóvenes sin que dejen de ser, en el camino, instituciones educativas. Instituciones, esto es, cuya razón de ser consiste en formar mentes y actitudes, abrir horizontes, transmitir saberes, desarrollar destrezas y potencialidades, así como preparar a los educandos para la vida activa en colectivo.
Para encarar este segundo desafío resultará indispensable atender dos asuntos cruciales. Primero, diseñar programas que permitan remediar los déficits en competencias habilitantes para el aprendizaje (lengua, razonamiento abstracto y hábitos de estudio) que presentan muchos de los egresados de la educación media superior para, con ello, incrementar sus posibilidades de aprovechar una educación universitaria. Segundo, instrumentar estrategias sencillas y de alto impacto orientadas a fortalecer la capacidad de las instituciones de educación superior para atender a más estudiantes sin que colapse, de pasada, lo poco o mucho que hayan logrado en términos de calidad educativa.
Un tercer reto tiene que ver con qué pasará con los jóvenes incorporados a la educación superior una vez concluyan sus estudios. Concretamente con cuáles opciones les esperan en un mercado laboral que no le ofrece buenas opciones a los egresados universitarios y cuyas deficiencias, como muestra el último libro de Santiago Levy, limitan muy seriamente la posibilidad de traducir mayor escolaridad en empleos más productivos. Este tema merece una reflexión aparte, pero conviene al menos dejarlo apuntado, pues sin cambios de fondo en el mercado del trabajo, el acceso ampliado a la educación superior contribuirá a atender el problema de la exclusión social de los jóvenes en lo inmediato, pero difícilmente logrará solventarlo en el mediano y en el largo plazo.
Los retos planteados por la propuesta de involucrar a las universidades en la solución a la exclusión social de los jóvenes, son enormes. Dada la urgencia y centralidad del asunto, sería un error limitarnos a nombrar y escudriñar los obstáculos. Lo conducente sería, tomando en cuenta restricciones y riesgos, mirar de frente el problema y convocar a universidades, especialistas y empresas a construir soluciones innovadoras y viables para atender los desafíos mayúsculos e insuficientemente atendidos asociados a ampliar cobertura, equidad y calidad educativa en simultáneo.