Las crisis ponen a prueba a las universidades. ¿Qué papel van a desempeñar las instituciones de educación superior a partir de los atroces acontecimientos ocurridos en el estado de Guerrero? ¿Cómo vamos a canalizar la ira que se destapó a raíz de la injustificada desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa? ¿Pensarán mejor los académicos, intelectuales y profesores universitarios que el resto de la sociedad como para encauzar una oposición efectiva a partir de la violencia desatada por el segundo gobierno panista (2006-2012).
Ante lo terrible de los hechos de Ayotzinapa y bajo la historia de impunidad que hemos vivido los mexicanos, es común buscar culpables directos rápidamente. Y en el caso de los muertos y jóvenes desaparecidos, claro que los hay. En primer lugar está la antes admirada “pareja imperial” de los Abarca, los policías y criminales que actuaron siguiendo órdenes —como si no hubiera una consciencia propia— y también distintos servidores públicos de “alto nivel” y los líderes de los partidos llamados de “izquierda”.
Para todos estos personajes se ha pedido un tratamiento similar al que sufrieron los jóvenes. En la multitudinaria marcha del 22 de octubre en el Distrito Federal, por ejemplo, algunos padres de los muchachos desaparecidos pidieron, ante su comprensible desesperación, muerte para Peña Nieto, los Abarca y Ángel Aguirre. Sorpresiva y tristemente, la gente concentrada en el Zócalo los secundó. ¿Ante la ira, impotencia y rabia, debemos volvernos igual de bárbaros? ¿Cuántos universitarios, académicos e intelectuales se vieron, ante los conmovedores relatos de los padres, tentados —una vez más— a suscribir el camino de la violencia?
En las universidades supuestamente se nos enseña a pensar por nosotros mismos, a no ser pericos que repiten lo que oyen en la plaza pública, en la televisión o en el tuiter. Si la violencia está poniendo en vilo la gobernabilidad del país, ¿con qué argumento se justificaría quemar al delincuente en la hoguera? ¿Volverá la estupidez a pedir la pena de muerte para los malhechores? ¿Acaso la ira no puede derivar en algo positivo? En su magnífico libro, Pequeño Tratado de los Grandes Vicios, el filósofo y pedagogo, José Antonio Marina, nos recuerda que los “antiguos tuvieron gran dificultad para analizar la ira desde el punto de vista ético” y señala que para “la moral heroica era una virtud, porque se relaciona con el valor en la batalla”. Tomás de Aquino, prosigue Marina, elogiaba a la ira de esta manera:
“La capacidad de irritarse fue dada a los seres sensibles para que dispongan de un medio de derribar obstáculos, cuando la fuerza volitiva se ve impedida de lanzarse hacia su objeto, a causa de las dificultades que se ofrecen para conseguir un bien o evitar un mal…”. Pero la ira, advierte Marina, puede derivar en venganza o en un tipo de ira oblicua: el resentimiento.
La ira quizás ha potenciado un genuino descontento popular y una esperable agitación política sin precedentes en el país, pero, ¿cómo hacer para que ese sentimiento que impulsa a las personas a actuar para “derribar obstáculos”, no derive en resentimiento, odio y venganza? Por estar los académicos y universitarios expuestos a la discusión de ideas, al debate, por saber cómo procesar datos, interpretar hechos de la realidad y encontrar relaciones espurias, es decir, conexiones entre cosas que no tienen lógica, las universidades están llamadas a refrendar su papel de verdaderas promotoras del intelecto, compasión y razón. Luces de inteligencia sobre el lado negro de la sociedad mexicana son urgentes y necesarias.
Que Ayotzinapa nos motive a reflexionar, debatir públicamente, actuar responsablemente y argumentar teniendo en cuenta el dolor de los otros más que incitar a peleas, quemas o a sacrificios reivindicatorios. ¿Será este un llamado tonto, idealista o ingenuo ante la existente crispación social? Quizás, pero no se conoce empíricamente un caso de país o sociedad que a partir de una espiral de violencia haya asegurando condiciones dignas de vida para su población. Incluso, Boaventura de Sousa Santos, admirado autor de la izquierda latinoamericana, asegura que “la lucha armada difícilmente tiene respaldo popular si obliga a sacrificar la vida para defender la vida”.
El mismo escritor portugués se pregunta si hay “espacio de maniobra para una alternativa pacífica” y “humildemente” piensa que “sí porque la democracia mexicana, a pesar de estar muy herida y violada, está en nuestro corazón, como bien demuestran sus luchas contra tantos y sucesivos fraudes electorales” (“Carta a las y los jóvenes de México”; La Jornada,16/11/14)
Rechazar la violencia y no justificarla bajo ninguna circunstancia es ahora el reto intelectual que ahora tenemos los universitarios para cumplir con eso que algunos llaman “responsabilidad social”. Esto puede ir aparejado con nuestra genuina capacidad de indignación, protesta y de auto contención para no sobrepasar ese nivel de ira que nos impulsa a conseguir un bien y evitar un mal. Porque de la maldad, ya nos cansamos.
Profesor de la Universidad Autónoma de Querétaro (FCPyS).