En muchas constituciones del mundo existe una norma que estipula principios y fines de la educación. Casi siempre de manera sintética, deja las partes de estructura y procedimiento a leyes y reglamentos.
En la Constitución de 2017, el artículo 3º cumplía con tal veredicto. En 71 palabras y cuatro pequeños párrafos prescribió que la educación sería libre, laica y gratuita; prohibió la intervención de las iglesias y ministros de cualquier culto en la educación primaria.
El texto del artículo vigente, a partir del 15 de mayo de 2019, contiene más de dos mil palabras, propósitos y fines se desdibujan entre tanto detalle de organización, método y hasta listas de materias.
Las mudanzas de este artículo se dieron en plazos irregulares, cada vez más breves. Los gobernantes en turno impulsaron giros radicales en dos momentos contrastantes. En 1934, para establecer la educación socialista, y en 1946, para instituir la educación democrática. Tremendos debates enmarcaron ambas enmiendas. El texto creció en cada etapa.
Las reformas subsecuentes al artículo 3º ratificaron los principios de 1946: el criterio democrático de la educación, el fin de desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y el principio del Estado secular, ajeno a cualquier doctrina religiosa. Cada una propone uno o más elementos simbólicos que se exhibieron en acciones políticas.
La de 1980 tiene valor emblemático para las universidades públicas, pues coronó luchas intermitentes desde los 1920 por la autonomía universitaria. Quedó consagrada en la fracción VIII, hoy es la VII.
La de enero de 1992 se dio en consonancia con la reforma al artículo 130 y replanteó la relación con las iglesias; reconoció en el texto a las escuelas confesionales, que existían en la práctica, no clandestinas, toleradas. Al mismo tiempo recuperó el principio de 1917: educación laica.
La de 1993 fue producto del Acuerdo para la Modernización de la Educación Básica, de mayo de 1992. La paradoja: con tal pacto, el gobierno federal transmitió porciones de autoridad a los gobernadores, pero centralizó el poder. En el plano curricular fue patente. La fracción II estableció: “el Ejecutivo Federal determinará los planes y programas de estudio en la educación primaria, secundaria y normal para toda la República”.
La del 2002 hizo obligatorio el preescolar que, junto con la primaria y la secundaria, conforman la educación básica.
La enmienda de 2011 puso a tono a México con la tendencia mundial democrática de que la educación deberá fomentar el respeto a los derechos humanos.
El 3º volvió a cambiar en 2012, para incluir un nuevo principio en favor del aprecio y respeto por la diversidad cultural; e hizo obligatoria la educación media.
La reforma de 2013 causó más debates, antes y tras su promulgación. Ratificó los principios de democracia y solidaridad; además, amplió la obligación del Estado para impartir (garantizar fue la palabra) educación de calidad. Para ello instituyó el Sistema Nacional de Evaluación Educativa y otorgó autonomía constitucional al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación.
El punto álgido de los debates fue la instauración del Servicio Profesional Docente, con mecanismos de evaluación a los maestros para su ingreso, promoción, reconocimiento y permanencia en el sistema educativo. Un atentado contra la tradición. En contraste, el gobierno debía tomar en cuenta su opinión —y de padres de familia— para determinar planes y programas de estudio.
Con instrumentos jurídicos, el gobierno intentaba cumplir un designio político: recuperar la rectoría de la educación. Regencia que el Estado extravió porque los gobernantes permitieron que los líderes del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación colonizaran el gobierno de la educación básica.
El texto de 2019 entierra la porción más debatida en 2013, pero recupera, con otra retórica, elementos de ésta y otras anteriores. De su análisis me encargaré el próximo miércoles.