En el mundo se producen toneladas de investigación educativa. Ocurren también una infinidad de reuniones sobre el tema, mismas en las que a todos los participantes se le llena la boca sobre la importancia fundamental de la “educación” –whatever it means– y en las que, al final, pasa muy poco.
Hay cosas, sin embargo, que sí cambian la realidad y, en el ámbito de la educación, pocas han sido tan importantes recientemente como PISA (Programa para la evaluación del logro de los alumnos, de la OECD). No exagero. El mundo de la educación, en todos sentidos y desde cualquier ángulo que se le mire, era uno antes de PISA y otro después de ese ejercicio inusitado de rigor y creatividad para medir qué saben hacer los alumnos en la vida con eso que aprenden en la escuela y en otros espacios –la familia, la calle, los medios.
Hasta antes de PISA –prueba que mide internacionalmente las habilidades de los alumnos de 15 años en lectura, matemáticas y ciencias-, el lenguaje de la política educativa estaba centrado en cantidades de insumos y resultados administrativos (cuánto gasto, cuántos alumnos atendidos, cuántos maestros, cuántos años de escolaridad promedio, cuántos maestros). Después de PISA, el debate pasó a concentrarse en la “calidad educativa”. Dicho más concretamente: en eso que PISA definió como LOS resultados sustantivos que habría que demandarle a cualquier en el siglo XXI: saber manejar tu idioma materno con corrección y destreza; saber razonar lógica y matemáticamente; y saber argumentar de acuerdo a los parámetros fundamentales de la ciencia.
En México nos urge algo como PISA para estimular y ponernos a trabajar en serio en arreglar nuestro desastre completo y total en materia de enseñanza y aprendizaje del idioma inglés. Hace falta algo como PISA, pues nos urge un instrumento potente, creíble y riguroso que visibilice el tamaño de nuestros déficits en el tema y, que nos ofrezca una cinta métrica robusta para medir el asunto y un norte para avanzar en resolverlo.
De acuerdo a la limitadísima información disponible –encuestas en las que los mexicanos entrevistados no prueban sino que auto-reportan cuánto inglés saben y, hasta dónde sé, un solo instrumento que aspira medir dominio efectivo de la inglés como segunda lengua (el de English/Education First, empresa privada dedicada a la enseñanza del inglés más grande del mundo), México está no mal, sino absolutamente fatal. Observamos así que en el último ejercicio de medición de dominio de inglés como segunda lengua entre la población adulta de English First (2013), México se ubica en lugar 40 de 60 países participantes, por debajo de, entre otros, Rusia, China, Brasil y Perú.
No hace falta argumentar mucho cuán estratégico sería mejorar la enseñanza-aprendizaje del inglés en México. Menciono tan sólo las razones más importantes: para que la mayoría de los mexicanos no se pierdan el mundo y para usarlo como herramienta para contribuir a cerrar las abominables brechas que separan a pobres y ricos en el país.
Urge dimensionar, con rigor y comparabilidad internacional, cuantitativamente el problema. Urge analizar qué ha hecho y está haciendo el gobierno en la materia. Urge entender por qué estamos dónde estamos. Y urge, sobre todo, mapear qué funciona para replicarlo y generalizarlo.
Una prueba rigurosa para medir el dominio del inglés como segunda lengua en México y en otros países cuyo idioma oficial no sea ese, resultaría de enorme utilidad para todo ello. Serviría para llamar atención sobre el asunto, para alertarnos sobre la importancia central de invertir en el desarrollo de los lenguajes en general, y resultaría fundamental para fijarnos metas concretas y asequibles que, más allá de cualquier otra cosa, sirvieran para comenzar a emparejar la cancha de juego entre los mexicanos.
Publicado en El Financiero