Hay palabras que no tienen desperdicio. Alarde es una de ellas: “ostentación y gala que se hace de algo”, indica el diccionario. Alardear es presumir. En Narvarte, a quien lo hace le decimos farolero. El gobierno actual, en materia educativa (aunque no sólo en ella, ni mucho menos), no cesa de recurrir al alarde. Y con un agravante: ostentar o presumir lo que se tiene es de mal gusto, pero exhibir como un logro lo que no existe es simple demagogia. Propaganda.
El 31 de mayo, el Presidente, acompañado de su secretario de Educación, fueron a una escuela a pregonar que la reforma educativa va. Sus palabras: “Es una reforma educativa que pareciera que estuviera agotada y no lo está, estamos en el proceso de implementarla, de llevarla a cabo, de hacerla realidad”.
En lo que toca al proceso educativo, la reforma no estar agotada porque no existe: sólo se cansa el que camina. La reforma educativa, entendida como cambio —e incluso propuesta de cambio— de lo que sucede en las aulas no se ha puesto en marcha, porque el Nuevo Modelo Educativo es muy parecido a la ciudad española de las tres mentiras, Santillana del Mar: no es ni santa, ni llana ni está a la vera del mar. El documento que leva tal nombre no es ni nuevo, tampoco modelo y menos una guía, o proyecto, para la renovación de los procesos de aprendizaje.
Lo que así se llama, en cambio, sí existe como reforma administrativa y laboral. Luego de comentar que entiende que hubo resistencias y preocupación por parte del magisterio cuando se presentó su alcance, Peña Nieto dijo: “Significaba, por supuesto, alterar y modificar la forma en que anteriormente se hacían las cosas, implicaba un cambio, implicaba hacerlas de forma diferente y ahora es someterse a una evaluación”.
Ese verbo, someter, referido a la evaluación, la despoja de todo sentido formativo, le saca tarjeta roja del campo de la educación, y desnuda como la conciben quienes hoy administran al país: mecanismo de control, instrumento de sumisión. Ese es el eje de lo que realmente ha pasado: generar condiciones precarias en el trabajo para conducir al magisterio, con base en la amenaza y la promesa, individuales, de perder la chamba o ganar más y ser más que los demás: destacado con sobresueldo. Olvidar que esa manera de conducir las cosas sigue su curso, y es aberrante, sería un error. Ahí no hay agotamiento, solo ritmo electoral variable. ¿Y lo educativo?
Acontece en los microbuses recién pintados con los 10 puntos centrales de la reforma; en páginas de los diarios, videos en las redes y hartos comerciales. Incluso en donde uno espera al camión está el modelo: el alarde hueco. Entre 2015 y lo que va de 2017, la SEP ha gastado, en “comunicación social”, mil 939 millones de pesos. Casi todo, publicidad de la reforma, la evaluación y el modelo. Equivale a 27% de lo gastado por esa dependencia bajo el rubro de “adjudicaciones directas”, como puede constatarse en la página del nuevo sistema de acceso a la información. Sólo he añadido el IVA porque a la SEP se lo olvidó hacerlo. Con esa cantidad, destinada a que parezca que sí hay reforma educativa, se podrían conceder 11 mil 735 becas anuales para estudios de doctorado.
Hoy, todas las instituciones que ofrecen ese nivel de estudios no cuentan con las necesarias para apoyar a los estudiantes. Ese dineral equivale a comprar un millón 292 mil pizarrones (a mil 500 pesos cada uno) o bien tres millones 878 mil mesas o sillas para maestros. No es que se necesiten tantos enseres para las aulas: es solo un ejercicio para poner en perspectiva lo que implica el despilfarro de la publicidad que sin parar nos inunda. No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió, canta Sabina: no hay alarde más ruin que ostentar lo que no se ha hecho, ni se quiere ni se sabe cómo hacer. Faroleros.