Evidentemente, a unos días de que se cumplan 10 años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Gro., el presidente López Obrador ha incumplido con la promesa hecha a las madres y padres de familia en aquel no tan lejano septiembre de 2018, relacionada con el esclarecimiento de la desaparición forzada de sus hijos. Según recuerdo de ese mes y año, el mandatario nacional señaló en el museo “Memoria y tolerancia”, que los padres iban a conocer lo que realmente había sucedido con los jóvenes y que se castigaría a los responsables. Insisto, a unos días de que se cumpla una década de la trágica noche de Iguala ni lo uno ni lo otro ha sucedido, y tal vez no sucederá ni ahora ni nunca porque, con el transcurrir de los años, la evidencia de esa desaparición ha apuntado a las fuerzas de “seguridad” y al ejército mexicano.
Obviamente que, ante la falta de claridad y/o desaseo en toda, pero en toda la investigación, las interrogantes sobre los motivos por los que los 43 normalistas desaparecieron la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre son un verdadero misterio que, igual que antaño, nos remite a una sencilla, pero sencillísima pregunta: ¿en dónde están? Cuestionamiento que, al no ser respondido por quien se supone prometió dar a conocer la verdad y castigar a los responsables, en virtud de que tiene todas las facultades y elementos para hacerlo, genera lo que hasta el momento hemos presenciado muchos mexicanos: una lucha incesante, incansable e inquebrantable de los padres de familia de estos jóvenes, pero también, las manifestaciones a veces violentas, de otros tantos normalistas rurales que, al amparo de los hechos ocurridos en Iguala, expresan sus demandas en las entidades o en la misma capital de la República Mexicana.
No obstante, lo anterior, bien valdría la pena preguntarse si al cobijo de una tragedia como la que he señalado, el libertinaje con el que se actúa en varias manifestaciones honra la ausencia de los 43 de Ayotzinapa o, por el contrario, favorece la idea de la desaparición de las escuelas normales rurales en México. Me explico.
Como se sabe, las normales rurales surgieron como un proyecto de estado al terminar la Revolución Mexicana. En consecuencia, fueron concebidas para que formaran docentes que diseminaran los principios de justicia social a lo largo y ancho de la República Mexicana, pensando en que con ello se podría erradicar o combatir la pobreza y la desigualdad social que se vivía (y aún se vive) en México. Esto último, podría llevarnos a entender su clara resistencia derivada de su vida política estudiantil que las ha caracterizado a través del tiempo.
¿Dicha resistencia implica el uso desmedido de la violencia y la falta de apego a los principios civiles conocidos y reconocidos?
Hasta donde he podido conocer y comprender, desde el momento en que se da la desaparición de los 43 estudiantes, las madres y padres de familia han dado una muestra fehaciente de integridad y valor, al emprender el difícil camino en la búsqueda de la verdad y la justicia. No tengo registrado en mi memoria hasta este momento, una jornada violenta en las que dichos padres hayan cometido agravios en contra de las personas o instituciones. Sí tengo registrado que, en algunas de esas jornadas, algunos “estudiantes” (el entrecomillado se vale porque muchas veces han sido policías o militares infiltrados) han cometido destrozos y desmanes, pero también tengo registrado que, en alguna de esas jornadas, desafortunadamente, sin motivo o razón alguna, las y los estudiantes han hecho desmanes; situación que es bastante reprobable porque, ¿todo se vale en nombre de los 43?
Al igual que muchos ciudadanos o ciudadanas, padres o madres, maestros o maestras, hijos o hijas, la indignación no me cabe en el alma por la injusticia y agravios cometidos en contra de 43 vidas que hoy, a 10 años de su desaparición, no se encuentran entre nosotros.
Ni por un instante puedo imaginar el dolor que llevan consigo las madres y padres de estos jóvenes porque, privilegiado soy al tener cerca a mis seres queridos y/o por saber del paradero de ellos. De verdad, no imagino el dolor tan inmenso que diariamente pueden sentir por la ausencia de sus hijos.
Es claro que la rabia, frustración, impotencia o enojo puede llevar a actuar a los seres humanos de formas a veces irracionales, pero, a fuerza de ser sinceros, si un padre o madre, que por 10 años ha buscado a su hijo, ha actuado con decoro y dignidad en todo este tiempo, ¿no podrían hacerlo los estudiantes que, al igual que esos padres, siguen demandando que aparezcan con vida sus compañeros?
Entiendo y comprendo la brutalidad con la que actuaron esas fuerzas de “seguridad” y probablemente miembros del ejército mexicano. De hecho, desde el momento en que sucedieron estos hechos, varios artículos dediqué a esto. Sin embargo, hoy por hoy, es claro que las circunstancias son diferentes y, desde mi perspectiva, la noche de Igual generó que las escuelas normales rurales recibieran una atención que, desde luego es bien merecida, a diferencia de otras normales que no necesariamente son rurales.
Esto último, pienso, ha generado una dinámica que no es deseable dadas las complejidades del tema y del normalismo mexicano, es decir, ¿todo, pero absolutamente todo se vale en nombre de los 43? Habría que pensar en ello y en lo que al interior de las mismas escuelas (internados) se gesta, pero también, en lo que significa contar con una inservible federación como lo es la FECSM. Un poco de autocrítica le llaman.
Honremos la ausencia de los 43 normalistas; de hecho, la inquebrantable búsqueda emprendida por las madres y padres de familia es una forma de honrar a sus hijos y, honrar a nuestros seres queridos, es una forma de tenerlos y mantenerlos vivos
¡Por qué vivos se los llevaron! ¡Vivos los queremos!
Nos hacen falta 43.