En alguna de las visitas que regularmente realizaba a los jardines de niños para supervisar y asesorar el trabajo de las estudiantes normalistas que se encontraban estudiando la Licenciatura en Educación Preescolar, tuve la fortuna de conversar con alguna de las educadoras que conformaban la planta docente de esa institución educativa. Una maestra que, independientemente de sus años de servicio, dominaba perfectamente varios aspectos relacionados con el proceso de enseñanza y aprendizaje.
Recuerdo muy bien que era el inicio del ciclo escolar, y el ver jugar a los niños libremente por el salón, me llamó la atención. Me acerqué y le cuestioné sobre la actividad que realizaba y con firmeza respondió que era parte de su diagnóstico porque, a partir de la observación del grupo y de sus alumnos –todos de recién ingreso–, además del registro que llevaba en su libreta, progresivamente, iba descubriendo las características grupales e individuales de los pequeños, mismas que le permitirían tomar decisiones para realizar diversas acciones como planear, desarrollar ciertas estrategias didácticas, utilizar determinado recurso o material didáctico, entre otras. De hecho –me aseguraba– que una vez que concluía su diagnóstico, ya sea con las maestras que atendían el mismo grado en ese jardín, o en el consejo técnico, compartía la información con sus colegas para que, juntas, tomaran ciertas decisiones a favor de los niños.
En suma, se trataba de una evaluación diagnóstica misma que, con elementos que la propia etnografía nos ofrece, les permitía analizar diversos factores que intervienen en el aprendizaje y enseñanza, así como también, el realizar una toma de decisiones para lograr los propósitos que establece el Programa de Estudios 2011, Guía para la Educadora.
Este breve anecdotario viene a colación, mi estimado lector, por lo que en estos días se ha comentado en el medio educativo sobre la evaluación y la cancelación de la prueba PLANEA (Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes) por parte de la Secretaría de Educación Pública (SEP), cuya aplicación se dirige a los alumnos y alumnas de 6º grado de primaria, 3º de secundaria y 3º de bachillerato. ¿Su propósito? Conocer el logro de los aprendizajes de los estudiantes para la toma de decisiones por parte de los actuantes.
Hasta el día en que cierro estas líneas, varios investigadores, analistas, organizaciones civiles –como Mexicanos Primero–, los integrantes del Instituto Nacional de Evaluación de la Educación (INEE) y hasta funcionarios de la SEP como el Subsecretario de Planeación y Evaluación de Políticas Educativas, Otto Granados, dieron su punto de vista sobre esas cuestiones. Claro, algunas de ellas un tanto radicales, otras, un tanto oficialistas, la verdad de las cosas es que cada uno quiso “jalar agua para su molino” y, en esta ocasión, permítame precisamente, “jalar agua para un molino” en el que sucede el diario ejercicio docente: los salones de clases.
En el documento “Mejorar las escuelas, estrategias para la acción en México” publicado por la OCDE en el 2010. Se dieron a conocer una serie de recomendaciones que, a decir de los expertos que colaboraron en el proyecto –entre ellos Silvia Schmelkes–, fueron las mejores pero, como bien se dice, “del dicho al hecho hay mucho trecho”. Veamos por qué afirmo esto.
En las escuelas de nivel básico de enseñanza –preescolar, primaria y secundaria– acuden millones de niños con características físicas y sociales diversas entre sí. Eso lo sabemos. No hay duda de ello. Sin embargo, cada uno de éstos proviene de contextos disímbolos, aún y cuando se encuentren en una misma localidad. A veces, los cinturones de pobreza los delimita una calle o una cuadra. Tal vez por ello hablar de contextos urbano, semi-urbano, rural, semi-rural, etcétera es harto difícil, pero bueno. Cierto, habrá quién me diga que existen parámetros que utiliza el INEGI para otorgar o no esa clasificación pero ¿se ha puesto a pensar lo que cada uno de estos estudiantes vive cotidianamente en dichos espacios? La cifras sobre qué mexicanos o mexicanas se ubican en determinada clase social están ahí y no pretenderé abordarlas a profundidad porque más que los datos duros, la realidad que vivimos a diario, quienes convivimos con estudiantes en las instituciones públicas, es contundente y difiere de dichos datos.
Ahora bien, si usted considera que esto es exagerado y que radicalizo mi postura, permítame darle otro dato: 44% de las primarias en el país, son multigrado (INEE, Panorama Educativo, 2013). Si, así como lo lee, casi la mitad de las escuelas de este nivel de enseñanza se ubican en esta categoría, donde uno, dos o tres maestros atienden los 6 grados de enseñanza. ¿Se imagina todo lo que ocurre en el aula? Con base en mi experiencia y lo que ido recogiendo en el transcurso de estos años al visitar estos contextos y niveles educativos, puedo asegurar que a estos centros escolares llegan niños y adolescentes con situaciones completamente diversas, tanto físicas como sociales, y vaya, en estas condiciones es como trabaja el maestro, con todas sus vicisitudes, con todas sus bondades.
¿Qué puede hacer la evaluación ante esto si los padres de familia no tienen trabajo, se dedican al campo, migraron a otro país o simplemente los niños viven con sus abuelos?, ¿qué puede hacer la evaluación si miles de éstos pequeños no han comido, no han dormido, no han desarrollado sus facultades inherentes al ser humano por no contar con los medios para lograrlo? No, no se equivoque mi estimado lector, no crea que estoy haciendo referencia solamente a aquellos estudiantes que viven en contextos indígenas o rurales, esto también sucede en el centro, en el urbano, tal vez, con mayor incidencia que en los primeros. Irrisoriamente, es ahí donde la brecha de desigualdad se ha cerrado, la de los problemas; la buena o mala alimentación, por citar un ejemplo, no es exclusiva de un contexto.
¿Cómo motivar al docente tal y como lo sugiere el documento emitido por la OCDE?, ¿cómo contar con un ambiente de trabajo atractivo?, ¿cómo formular perspectivas de carrera, acceso al desarrollo profesional y una gestión escolar eficiente?, ¿cómo lograr oportunidades para aprender de otros docentes y crear prácticas de enseñanza eficaces de sus experiencias?
¿Cómo lograr todo ello si en México desaparecen estudiantes o los asesinan?, ¿cómo dar paso a una generación de ambientes de aprendizaje si en varias escuelas permea el clima de violencia que persiste en diversos estados de la República Mexicana?, ¿cómo generar las oportunidades para aprender si a través de una evaluación se sanciona y castiga al docente y en absoluto se le motiva (y no hablo de una remuneración económica)?, ¿cómo crear prácticas de enseñanza eficaces si desde el nivel central se fijan planes curriculares que, como se ha visto, tienen fallas gramáticas y ortográficas?.
¿Cómo lograr todo esto, y más aún, cómo lograr los objetivos que plantea la OCDE cuando la SEP ejecuta las recomendaciones y exige las implemente el maestro sin considerar todos y cada uno de los factores mencionados?
Si, las circunstancias son muy diferentes en un salón de clases. Es obvio que la OCDE lo sabe, la SEP lo conoce, los integrantes del INEE lo dominan, el meollo de este asunto está en ese espacio, esa laguna, esa disonancia, o como quiera usted llamarle, que se genera entre el planteamiento de las instancias mencionadas y lo que se vive en el aula.
Finalizó mis ideas de esta semana no con pesadumbre, por el contrario, con un espíritu renovador, entusiasta, que solo los alumnos transmiten y que nos ofrece esta profesión, misma que me permite expresarle lo orgulloso que me siento de haber sido formado en escuelas públicas de este Sistema Educativo, en el que a través de las clases y orientaciones pedagógicas de mis maestros, pude formular mi propio criterio. Y comento esto, porque me parece inadecuada la idea final que planteó hace días el Subsecretario Granados, cuando cita a Voltaire en un artículo que publicó vía blog de Nexos (8/02/2016) titulada “El (falso) debate sobre Planea”: “cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable”. Si cuestionar es una enfermedad, tengo que decirle al señor Subsecretario, que soy un loco, enfermo, que recuerda a un gran filósofo, Sócrates, quien antes que Voltaire expresaba: “no puedo enseñar nada a nadie; sólo puedo hacerles pensar”, y el pensamiento, es lo que genera el libre albedrío, la crítica informada, sustentada, razonada.
Docente en Escuelas Normales en Tlaxcala
Twitter: @Lalocoche