Miguel Casillas
El Programa de fortalecimiento a la excelencia educativa (PROFEXE) ha sido una de las principales herramientas de política pública hacia la educación superior. En teoría el programa dispone de un fondo financiero con recursos extraordinarios en el que concursan las instituciones de educación superior para complementar sus presupuestos.
En un contexto generalizado de mínimos incrementos del presupuesto ordinario a las IES públicas y después de más de 30 años de políticas neoliberales y de estricto control bajo el tope salarial, el financiamiento extraordinario ligado al cumplimiento de metas de desarrollo es más importante que nunca para muchas de las instituciones.
A pesar de su sociogénesis ligada a los gobiernos neoliberales, el diseño del PROFEXE mantiene, aun dentro del gobierno de la 4T (pues se han publicado sus reglas de operación para 2020 y 2021), significativos rasgos de continuidad con ejercicios anteriores desde el PIFI: sus objetivos están definidos fuera de las instituciones, las cuales además deben asumir evaluaciones externas. Las reglas de operación son definidas por Hacienda, son fondos determinados, etiquetados, no pueden ser utilizados fuera de los criterios establecidos; son fondos anuales o bianuales, no acumulables. El interlocutor de la autoridad educativa es el rector; está excluida la comunidad. Las organizaciones sindicales, los colegios profesionales y otras organizaciones no participan de estas negociaciones, pues desde el principio de los años 2000, se trata de despolitizar los procesos.
El diseño del PROFEXE se sigue sosteniendo en el neointervencionismo mediante el cual el gobierno condiciona la entrega de recursos a cambio de la implementación de políticas públicas en las instituciones. Se mantiene viva la concepción de un estado evaluador-interventor a través del financiamiento.
Para todos los efectos de la evaluación el PROFEXE funciona con los mismos criterios e instrumentos que en el viejo régimen: la competitividad, entendida como el número de programas educativos acreditados, el porcentaje de egresados, el número de egresados que hacen el EGEL; y la difusa responsabilidad social universitaria. El otro concepto clave es la calidad, entendida como la habilitación de la planta de profesores; el número de profesores de tiempo completo con perfil deseable, el número de profesores en el Sistema Nacional de Investigadores, y el número y grado de consolidación de los Cuerpos Académicos.
En sus reglas de operación se mantienen olvidados los mismos agentes que el pasado: los estudiantes, su aprendizaje y su experiencia escolar; los profesores de asignatura; los trabajadores administrativos y su reconversión tecnológica.
Sin embargo, el destino del PROFEXE es incierto. Por un lado, en el proyecto de egresos de la federación se propuso un fondo económico muy considerable, pero por otro, en declaraciones de sus funcionarios, el gobierno de la 4T pareciera dispuesto a liquidarlo.
Estaría muy bien terminar de una vez con el PROFEXE y declarar nulos los indicadores sobre los cuales se midió el fortalecimiento académico de las instituciones. Sin embargo, es muy improbable que el gobierno cambie la política educativa de fondo y renuncie al afán neointervencionista. Frente a ello, cabe preguntarse por los instrumentos de política pública que sustituirán al PROFEXE y por los criterios, valores e indicadores que orientarán el desarrollo del sistema de educación superior.
Para que la nueva Ley general de educación superior pueda traducirse en acciones concretas que modifiquen los cursos de acción predominantes en las instituciones, se requieren de orientaciones claras, con instrumentos precisos que puedan ser observables y medibles, si no, todo quedará en un discurso abstracto de muy difícil realización.
En cuanto al financiamiento extraordinario, lo que no puede privar es la arbitrariedad como sustitución del PROFEXE o de cualquier otro instrumento que esté amparado en reglas de operación claras, auditables, verificables y congruentes con el espíritu de la Ley. En efecto, sin reglas transparentes y construidas con el concurso de las instituciones involucradas, corremos el riesgo de volver a la época de Echeverría o de Fidel Herrera en Veracruz, en que los funcionarios de Educación cargaban un portafolios lleno de billetes que repartían a discreción según sus simpatías.
A pesar de todas las insuficiencias, las comunidades universitarias tienen un largo recorrido en procesos de autoevaluación institucional y sería absurdo renunciar a ello. También, a pesar de los criterios e indicadores impuestos para orientar el sistema, las universidades han desarrollado y siguen dando continuidad a una serie de iniciativas, que apuntan hacia el fortalecimiento institucional, como el impulso a la formación de los profesores, a su actualización y hacia la profesionalización que implica el incremento de profesores de tiempo completo, que si se detuvieran representaría una verdadera regresión.
La planeación democrática y participativa deberá sustituir al viejo sistema. Urge claridad de parte del gobierno sobre el futuro de los fondos concursables si es que van a seguir existiendo. Mientras, no puede simplemente desaparecer el PROFEXE sin ser sustituido por un programa que lo supere.