“¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”.
(Nietzsche Sobre verdad y mentira en sentido extramoral)
Ficciones que hemos olvidado que lo son: los muchos dioses, los Mitos, el Bien, la Belleza, la Libertad, La Dignidad, la Historia, el Estado, la Democracia, el Capital-Dinero, las Naciones, el Mercado, las Corporaciones, el Progreso, la Identidad Personal y, ante todo, la Verdad.
I
Que los seres humanos hemos construido y moldeado el mundo que habitamos a partir de un entramado de ficciones es algo que no nos podemos permitir olvidar. Estas ficciones constituyen “la ilusión” (el velo de Maya para el hinduismo) y la cosmovisión que hemos heredado, adoptado y adaptado.
Interpretamos y nos relacionamos con el mundo y con los otros (la alteridad) a partir de un sistema de creencias en el que depositamos toda nuestra confianza, puesto que no podríamos actuar, o no veríamos el caso en hacerlo, si no estuviésemos convencidos del valor y la realidad concreta y efectiva de estas creencias.
La facultad fabuladora o de ficción es una de las más grandes herramientas intelectuales con las que contamos como especie. Nuestra racionalidad sería inconcebible sin esta capacidad de generar y relacionar imágenes, ideas, conceptos, cosas y creencias que eran inexistentes antes de brotar como fruto de la alquimia mental desde donde configuramos y hacemos propio el mundo exterior en el que estamos, en el que somos y devenimos.
En el muy recomendable texto “De animales a dioses: Breve historia de la humanidad”, el ahora famoso historiador Yuval Noah Harari, hace hincapié en que una de las razones por las que el Homo sapiens se impuso (y quizá también exterminó) a sus hermanos pertenecientes a otras especies del género Homo[1] con los que compartió y cohabitó la Tierra desde hace 2 millones y hasta hace unos 10 mil años aproximadamente fue, ni más ni menos, que su facultad ficcional. Esto es, gracias a su capacidad de crear ficciones y, sobre todo, de hacerlas comunes a un amplio grupo de individuos que, a partir de ese momento, comienzan a creen en su veracidad y, así, se organizan para actuar en conjunto en pos de fines compartidos.
Desde una visión como la de Yuval N. Harari, se evidencia que incluso nuestra propia concepción histórica (que no es sino un compendio de ficciones, narraciones e interpretaciones basadas en hechos y eventos pasados que han cambiado, a veces diametralmente con el tiempo) puede ser sustituida y, con esto, ayudarnos a entender que no estamos condenados a vivir en un mundo como en el que vivimos, que todo puede ser cambiado y que aún podemos enderezar el rumbo.
II
Más allá de querer restar valor a nuestra comprensión del mundo y a las múltiples interpretaciones que de él hacemos; de negar la verosimilitud y utilidad de la base mitológica e ilusoria de nuestra cosmovisión, o de poner en duda la eficacia de nuestras creencias y saberes, de lo que se tratará aquí es de señalar que las superestructuras culturales que explican a la civilización actual (y a su sistema global) se sostienen, en gran medida, por una base de carácter ficcional que bien puede ser reconstruida.
Lo anterior, por la convicción de que reconocer a nuestro conocimiento como una serie de ficciones, y asumir, afirmándolas, que nuestras interpretaciones surgen de perspectivas específicas, nos puede permitir valorar la existencia desde otra atalaya. Lo que, al final del día, nos abriría la posibilidad de cambiar y ampliar nuestra perspectiva y de enriquecer nuestros puntos de referencia[2]… nos abriría el mundo como posibilidad de nueva cuenta.
Y es que, de querer superar la crisis humanitaria y sistémica que amenaza la supervivencia misma de nuestra especie (junto con la de muchas otras que aún no hemos llevado a una extinción antropogénica), se devela como urgente la necesidad de que reneguemos de las viejas tablas (los valores hasta ahora operantes) e inventemos nuevas ficciones que den sentido y regulen nuestra vida en sociedad, de forma tal que un mejor futuro sea posible (esto en términos de sustentabilidad y de justicia).
En “Sobre verdad y mentira en sentido extra-moral” Nietzsche profundiza y expande la idea expresada en su aforismo &476 de la “Voluntad de poder” (multicitado y casi siempre mutilado en su adaptación), donde critica la pretensión de verdad en todo discurso y postula su perspectivismo de la siguiente manera:
En mi criterio, contra el positivismo que se limita al fenómeno, “sólo hay hechos”. (Diré) Y quizá más que hechos, interpretaciones. No conocemos ningún hecho en sí, y parece absurdo pretenderlo. “Todo es subjetivo” os digo, pero sólo al decirlo nos encontramos ya con una interpretación… El mundo es algo “cognoscible”… pero al ser susceptible de diversas interpretaciones, no tiene un sentido fundamental, sino muchos sentidos” (la versión corta y popularizada dicta: “No hay hechos, sólo interpretaciones… y esto es ya una interpretación”).
Ahora bien, nunca dejará de ser problemático decir que, efectivamente, no hay explicaciones capaces de agotar un hecho, fenómeno o evento, o que la objetividad absoluta es imposible en un mundo intersubjetivo, sin embargo vale la pena hacerlo. Afrontar el problema de justificarse es cosa aparte y, para ello, me serviré de la atrevida propuesta que Gianni Vattimo nos ofrece en su excelente texto “Adiós a la verdad” (2010) -inspiración principal de la presente-. Allí, a grosso modo, lo que Vattimo hará es irnos preparando mediante un amplio estudio crítico sobre la noción de “Verdad” para ofrecernos una perla final: descubrirnos la apremiante tarea que tenemos los seres humanos en la actualidad de reinventar no sólo la idea que tenemos de nosotros mismos (como personas y como especie) sino, y ante todo, la idea de Dios. Esto, apuntando hacia la construcción de un mundo mejor que sólo será posible, según Vattimo, mediante el acaecimiento de una sociedad caritativa que haya reconquistado su capacidad de amar y dialogar desde la diferencia y la pluralidad.
Posmoderno y guiado por el método hermenéutico, Vattimo ofrece una muy puntual disección de lo que, desde los albores de la humanidad, se ha venido construyendo como “discurso verdadero” que no es, nos dirá, sino la interpretación impuesta, unívoca y monolítica del grupo dominante en el poder en aras de mantenerse en dicho sitial privilegiado. De aquí no resultará inesperado encontrarse con la idea de que la “Verdad” no existe (otra cosa serán las verdades, siempre parciales, relativas, plurales, específicamente útiles y contextuales) y que, por ello, ante todo discurso con pretensiones de verdad, ante toda “Verdad” esgrimida y ante todo “partido de la verdad” hay que saber reconocer que, en realidad, lo que se enfrenta es un sistema que tiende (o ya está) en una fase totalitaria. De donde se sigue que sólo un Estado totalitario que se sostiene del autoritarismo, se atreve a postular “verdades” (históricas o temporales). Así fue, en el siglo pasado al menos, en la Alemania Nazi y en la España, la Argentina, la Italia y el Chile fascistas; así ha sido siempre con el Estados Unidos imperialista que dio una muestra paradigmática en este sentido cuando postuló como “verdadera” una mentira flagrante para arrasar con Irak (“la posesión de armas de destrucción masivas”), y así es aquí en México cada vez que el gobierno sostiene su vergonzosa y desvergonzada “Verdad histórica”.
¿En qué radica la importancia de asumir la inexistencia de la “Verdad” y el carácter ficcional de todo “discurso verdadero”? Al parecer de Vattimo que aquí suscribo, en el reconocimiento de esto y del error previo surge la posibilidad de que acontezcan nuevamente la compresión, el acuerdo y el diálogo pues, de lo contrario, esto es imposible. Aquel que se cree poseedor de la Verdad o de que su discurso posee un carácter verdadero, es incapaz de dialogar, se encierra en el monólogo intolerante y autoritario, no cambia, es inflexible, se hunde más en su propia ignorancia y encono. Se vuelve, así, incapaz de comprender y mirar al otro, se imposibilita de enriquecer sus propias ideas e interpretaciones por medio de la mirada, creencias y querencias alternativas de los otros.
En este momento vale la pena decir una cosa en torno al papel de la “Verdad” en el ámbito de la ciencia pues allí la verdad es también una idea/ficción, pero en este caso lo es de una forma precaria y de una debilidad remarcable ya que, como se sabe, la innovación y el avance científico, que nos uniformes ni acumulativos, tampoco se dan por una aproximación progresiva a la “verdad”. Lo que hay y hace a las revoluciones en la ciencia no es un “progreso hacia la verdad” sino “cambios de paradigmas”. Esto es, rechazo o cambios de las viejas teorías que, en el segundo caso, se tornan en algo nuevo y diferente que explica mejor al mundo pero nunca en algo más “verdadero”. Entonces, desde aquí se puede decir que la verdad no se encuentra, sino que se la busca, y no se halla en ninguna parte sino que se construye, provisionalmente, en el espacio libre y respetuoso del consenso y los convenios sociales o entre especialistas.
III
Nuevamente se asocia la pretensión de “Verdad” a la política, lo que se perfila ya como el sino trágico de nuestro tiempo, y esto hace cada vez más factible que se fortalezca el poder totalitario, autoritario y absolutista[3] en todo el orbe. La ficción “Verdad” es, en este caso, el enemigo principal de la sociedad abierta y de la democracia, de la diversidad, la multiculturalidad, la pluralidad y la diferencia. Pues la “verdad” es siempre la de los opresores, vencedores, asesinos y la de quienes ejercen el poder violando las leyes y abusando de sus facultades. La “Verdad”, el “discurso verdadero” es violencia y negación del otro por ello el empeño ha de estar en cambiar la violencia de la verdad por la fuerza conciliadora del diálogo y la conversación (desde donde uno se convierte en el encuentro con el otro), pasar del conflicto y el choque de monólogos al entendimiento de las distintas voces, sobre todo al dar lugar a aquellas que los represores quieren silenciadas.
La postulación de una “Verdad” conlleva a otros adefesios como la postulación de la “esencia” o la “naturaleza de las cosas”. Por ejemplo, Vattimo señalará que cuando las iglesias defienden una idea de la “naturaleza humana” como la “verdadera” nos muestran de otra forma, además de sus prejuicios e ignorancia oscurantista, su pretensión de poder total y terrenal cometiendo, además, una serie de extravagancias y sinsentidos argumentales como decir que el “orden natural” de la familia es que ésta debe ser “reproductiva y monogámica” (olvidándose nada más de la evolución y transformación cultural acaecida por milenos, y del amor, la caridad, la empatía, la simpatía y los proyectos en común que pueden hacer que las personas se quieran unir y compartir sus vidas sin importar su sexo); que la homosexualidad es “antinatural” siendo que es un fenómeno presente en diversas especies animales (que son parte de la Naturaleza y en su naturaleza sexual llevan esa posible expresión), o que las mujeres no pueden acceder al sacerdocio por una “vocación natural” de la que, en todo caso, los hombres lo ignoran todo. De ahí que la Iglesia sea, dirá Vattimo, “… una institución de “naturaleza” reaccionaria, siempre del lado del (des) orden existente”
No hay verdad, por lo tanto no “hay partido de la verdad” ni se puede estar del lado de la verdad, pero eso sí, bien se puede estar del lado de la mentira. Decir adiós a la verdad entonces es también decir adiós al fundamentalismo, a las supersticiones, a los prejuicios desde donde germina el odio, la violencia y el rechazo del otro y la diversidad por miedo y supina insensatez; es romper los dogmas y las cadenas que nos esclavizan, disipar las cortinas de humo y las ilusiones de una tradición decadente y nihilista que ha dictado e impuesto su “Verdad” a sangre y fuego.
Vattimo defiende la idea de que “Allí donde la política busque la verdad no puede haber democracia” y que, dado que una “verdad” que no libera debe de ser descartada cuanto antes (aún más cuando ésta busca esclavizar los cuerpos y las mentes por distintos medios), debemos buscar una forma de “objetividad” sui generis, capaz de fortalecer la noción pragmatista de verdad como lo que “va bien para nosotros”, en tanto esto nos ayude a superar toda forma de alienación. Decir adiós a la verdad es saludar al alba de un mundo en el que quepamos todos desde el reconocimiento y la afirmación del uno en el otro proyectándonos hacia el mañana y hacia el nosotros.
Hoy llamamos democracia a un sistema corrupto y corruptor donde, generalizando un poco, son los peores y los menos aptos quienes nos gobiernan. Entonces, de la ficción “Democracia” que, originalmente refiere a un sistema que debe responder a un mandato general e ineludible: garantizar el bien común; hoy tenemos algo peligrosamente parecido a una kakistocracia (el gobierno de los peores) donde los gobernantes roban, matan, mienten, engañan, abusan, derrochan, holgazanean, aparentan, reprimen toda disidencia y hacen lo que les viene en gana por medio del expolio de los recursos públicos, siempre en busca del beneficio propio y, casi siempre, respondiendo a los intereses de una oligarquía que se sirve de ellos.
En este caso, la ficción moderna original de la “Democracia”[4] nos dice que ésta es un sistema eminentemente republicano, donde el poder emana del pueblo (la soberanía popular) y son las mayorías las que definen a quienes se ha de delegar las riendas del gobierno de forma transitoria y siempre obligada a responder a la Voluntad general. Como se ve, lo que ha devenido y hemos construido a partir de ella es cualquier otra cosa menos su modelo.
Y aquí una cuestión trascendental: así como hemos olvidado que el modelo es ficticio (que la “democracia” no es sino una ficción), también hemos olvidado que es imaginaria la base desde donde se legitiman quienes mal gobiernan. Esto es, tanto la clase gobernante como el sistema desde donde se justifica el ejercicio del poder político son plena y justificadamente sustituibles (sobre todo si han roto su obligación tácita en el hipotético “contrato social” democrático), y más que eso, debido a su deformidad actual son ya dignos de ser re-inventados.
Quizá sea momento, como antes y como nunca, de instaurar y reconocer nuevos tipos de ficciones, que no sean verdaderas pero que sean las nuestras: “la ciudadanía mundial”, “sociedades abiertas y autogestivas”, nuevos dioses (que son la forma en que damos rostro a lo inefable e indeterminado), nuevas Iglesias (del griego ekklesía: asamblea democrática), nuevas religiones (del latín religare o re-legere: reunir o re-ligar al ser humano con su prójimo y con el todo universal), nuevas instituciones que estén centradas en la persona y el bienestar general. En fin, nuevos sistemas educativos que nos permitan despertar del largo sueño ilusorio para repensar y reconstruir el mundo, pero también que nos re-enseñen a soñar.
Aún estamos a tiempo de reinventarlo todo.
Intenté, intento, ser tan porfiado como para seguir creyendo, a pesar de todos los pesares, que nosotros, los humanitos, estamos bastante mal hechos, pero no estamos terminados. Y sigo creyendo, también, que el arcoíris humano tiene más colores y fulgores que el celeste, pero estamos ciegos, o más bien enceguecidos, por una larga tradición mutiladora.
(Eduardo Galeano)
[1] Homo denisova, Homo neanderthalensis, Homo ergaster, Homo rudolfensis, Homo erectus, Homo floresiensi o el Homo naledi.
[2]Cfr: Bily López. “Ser humano: máscara y sentido” en Revista digital Punto en línea No.3. UNAM.
[3] No olvidemos que las monarquías se legitiman mediante “la verdad” de que los reyes pertenecen a un linaje distinto, superior, y que cada uno de ellos está ungido por la gracia del Dios “verdadero”.
[4] Si se quiere una buena fuente para rastrear dicho origen véase “El contrato social” de Rousseau.