En comparación con vivir en la calle, se ha dicho que el caserón de Zamora constituía una mejor situación para los niños que ahí moraban. Había problemas: hacinamiento, higiene paupérrima, mala alimentación y trato inadecuado —o simple maltrato— por parte de la benefactora y sus auxiliares, pero es necesario reconocer, insisten algunos, que es mejor tener una madre autoritaria que carecer de la atención de la que parió a esa pequeña que nos mira. Regalar el apellido permite, ni hablar, que la “que tiene los papeles notariados” decida el tipo de disciplina requerido, así sea mediante golpes pues, a fin de cuentas, la señora acepta que “quien bien te quiere, te hará llorar”.
Más allá del desproporcionado operativo, indefendible, y de la palmaria ausencia, vil indolencia del Estado para hacerse cargo de sus responsabilidades (al menos regular la acción de los particulares que lo sustituyen) hay un problema que tenemos que atender: ¿cuál es la vara a usar para medir lo que es justo en los proyectos de atención social de los particulares, y del propio gobierno? En todos los temas que importan para el desarrollo del país con equidad, un asunto central es determinar el parámetro de referencia que orienta a las políticas públicas y sus objetivos. Se trata de una cuestión crucial si se quieren conocer, reconocer, ponderar o criticar las iniciativas en curso.
Hay dos posibilidades, creo: contrastar las acciones y los efectos que producen con la carencia previa, o bien cotejar la distancia entre la penuria y el derecho que asiste a las personas de acuerdo con la ley. En un caso, cualquier remedio es mejor que nada, y en otro los proyectos de atención se comparan con lo estipulado, por todos, como lo necesario para todos en las constituciones, convenios y leyes. Son derechos y por ende exigibles e irrenunciables para la autoridad encargada de asegurarlos. En otras palabras, es la diferencia entre la caridad —lo que sea su voluntad— y la justicia: lo que me corresponde. ¿Beneficiario agradecido o sujeto de derechos?
La manera en que se vive en una casa que atiende a niños abandonados, si es inadecuada, no se justifica al argumentar que los menores están mal, sí, pero antes peor. Ese razonamiento no es válido en un régimen legal. La vara para medir no es la ausencia de lo necesario antes vivido, sino la obtención plena del bien público comprometido. Evaluar la diferencia entre no contar con nada y ahora tener algo, aunque lo que se tenga sea de pésima calidad, justifica la irresponsabilidad del Estado y abre cauce a iniciativas privadas que no necesariamente se orientan por valores generales, plasmados en normas a seguir, sino por convicciones particulares.
Ocurre en todos los ámbitos: ¿es un avance tener una clínica sin medicinas suficientes ni doctores preparados, casi el puro edificio, pues antes en esa comunidad no tenían nada? Es cierto que hay miles de escuelas sin pupitres, agua o luz; pero date de santos, Manuel, porque hace unos años ni eso que te ofende había. Y algo es algo, ¿no? No: una universidad sin biblioteca ni laboratorios es una pésima institución, no “algo” mejor porque hace poco ni esa simulación existía.
Son los derechos, horizonte a lograr y cota de exigencia. Mientras aceptemos la falacia de comparar lo malo de hoy con lo ausente ayer, no avanzaremos en la construcción de la ciudadanía indispensable para cimentar un andamiaje de derechos como referente colectivo a defender. ¿A qué le tiramos? Frente a la carencia, cualquier cosa es buena; si los derechos a la vida sana y segura, la buena salud y una educación con calidad son la tirada, no cualquier medida es satisfactoria ni basta la buena voluntad. A menos que el país acepte ser como una peluquería en un pueblo entrañable de mi infancia: se llamaba “peor venías”.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicosde El Colegio de México
Publicado en El Universal