El sábado pasado iniciamos –en la realidad “real”- el primer piloto del programa Talentum. Este programa -apoyado por el CONACYT, el CIDE y el Colegio de Bachilleres (DF)- busca abrirles oportunidades para una formación universitaria de excelencia (hoy básicamente reservadas a nuestras élites) a chicos y chicas sobresalientes en matemáticas, provenientes de hogares de escasos recursos. Talentum aspira, más generalmente, a impulsar un futuro más próspero y más justo para todos y a demostrar que el talento y el esfuerzo pueden ser una vía efectiva para escapar de las limitaciones asociadas a la desventaja socioeconómica.
Llevábamos ya casi dos años investigando y planeando, y, por fin, se dieron las condiciones para un primer aterrizaje con jóvenes de carne y hueso, en un salón con pupitres naranjas, ventanitas con barrotes, una tele Sony vieja, y un cañón y un proyector que funcionaban mejor de lo previsto.
Unos días antes, durante la bienvenida, les habíamos dicho a los alumnos seleccionados que participar en el programa iba a implicarles sacrificar algunas horas de sus valiosísimos sábados y que hacerlo era totalmente voluntario, pero que si decidían entrarle, un primer requisito era ser escrupulosamente puntuales. No acababa de decírselos cuando empezó a entrarme el terror a quedarnos sin participante alguno (¡!). (We do live in Mexico, after all).
Terror o no, había que hacerlo así. Básicamente porque todo lo que sabemos sobre lo requerido para “hacerla” en la escuela y en la vida profesional indica que ser “super listo” no basta. Para ello se requiere un “algo más” hecho de cosas –llamadas entre los especialistas “habilidades socio-emocionales o no-cognitivas”- tales como ser puntuales, persistentes, disciplinados y “creérsela”.
Llegó el sábado y la hora anunciada para iniciar actividades. La mayoría de las mujeres llegaron temprano. Unos cuantos –todos varones- se presentaron después de los 5 minutos pre-anunciados de tolerancia. Resuelto el tema de aplicar la primera regla, iniciamos.
Cúmulo de caras y lenguajes corporales que reflejaban desde expectación –la minoría- hasta una mezcla entre pasmo y vergüenza (la mayoría). Muchos pares de brazos abrazados con ahínco a sus bolsas y mochilas, miradas evitando otras miradas, hombros encorvados y muchas piernas moviéndose a ritmo de “tic”. Muy buenos alumnos, de orígenes humildes, venciendo (intuyo) sus miedos y atreviéndose a entrarle a una aventura nada “cool (ser “muy listo” no es nada “cool” entre los adolescentes), un sábado –de puente- en la mañana.
Al cabo de dos horas de remar contra el aceite pastoso de silencios a todo volumen y de renuencias firmes a participar activamente, la situación dio un vuelco casi completo. Los alumnos empezaron a mirarnos a los ojos e incluso a brillar. Caras y cuerpos despertando de su letargo; voces alzándose, cada vez más seguras.
Al giro en el ánimo contribuyeron la espléndida presentación de nuestro orador para esa primera sesión (un joven mexicano excepcional, un mago de los números, un especialista en economía de la salud), y un conjunto de dinámicas y ejercicios explícitamente diseñados para motivar involucrar a los alumnos. Presenciar, en vivo y en directo, como jóvenes muy listos, dotados (hasta ahora) con muy pocas oportunidades para hacerse de vidas más anchas, se iban poniendo cada vez más vivarachos me llenó de alegría y me hizo sentir que el cambio era posible.
Es apenas el inicio de un pasito a favor del país que queremos. Pero hoy, ya valió la pena. Esto de intentar cambiar el mundo (un paso a la vez), vale la pena. Se los recomiendo a todos.
Publicado en El Financiero