Extiende la mano diminuta para alcanzar la ventana del automovilista. Pide una moneda y no la obtiene. La luz abandona el rojo y el conductor acelera sin enterarse de su presencia. Ella no tiene más de cinco años; probablemente sea de origen mazahua. Trabaja pidiendo dinero, casi seis horas diarias, en la esquina que hacen las calles Moliere y Mazaryk de la ciudad de México.
¿Qué posibilidad estadística existe de que esa menor de edad logre terminar su educación primaria? ¿Vivirá más años que sus padres? ¿Tendrá una mejor salud? ¿Heredará al morir algún tipo de patrimonio? Hoy, en México, la respuesta a estas interrogantes es desalentadora. Sin mucha ayuda del azar, esa niña mazahua no tendrá un futuro mejor que el de sus progenitores.
Pero las malas noticias no terminan ahí: en diez o quince años la hija de esa chiquita tendrá una oportunidad sobre dos de repetir la misma historia que su madre: baja escolaridad, salud precaria, ingresos magros, patrimonio inexistente y muerte relativamente temprana.
En nuestro presente, la arquitectura social mexicana no sirve de escalera para cinco millones de familias, más de 22 millones de personas, que se encuentran en situación de pobreza desesperada. Y vista desde el extremo opuesto, esa misma arquitectura tampoco cuenta con resbaladilla.
A unas cuantas cuadras de la esquina referida se halla el centro comercial Antara, emblema de la prosperidad y la opulencia nacionales. Ahí, un joven de veinte años se pasea sobre un par de elegantes zapatos de 300 dólares. Se mira satisfecho y tiene razón para estarlo: haga lo que haga su descendencia contará con 60% de probabilidades para conservar su mismo privilegio económico. Sin demasiado esfuerzo sus hijos acudirán a una buena escuela privada y luego, sin mayor contratiempo, llegarán hasta la universidad. Poco importa cuántos conocimientos adquieran durante el recorrido, lo fundamental en la educación privada mexicana son los conocidos hechos en la escuela, la red social que más tarde sirve para asegurar el patrimonio.
A diferencia de los hijos de la niña mazahua, la descendencia de este otro joven será más longeva, más saludable y a su muerte heredará un patrimonio similar al que tuvieron sus padres.
Es evidente que la arquitectura social mexicana está diseñada para que los que viven en el sótano no puedan subir y, sobre todo, para que aquellos habitantes del último piso no corran el riesgo de caer. Se trata de un país que todavía apuesta a conservar el estatus quo de los privilegios y es, al mismo tiempo, indiferente ante la circunstancia de los desposeídos.
A manera de ejemplo, la educación de calidad en México es meticulosamente excluyente y el sistema de salud fue concebido para que los más jodidos permanezcan afuera. Igual lógica persigue a otras oportunidades fundamentales para la dignidad humana: vivienda, alimentación, pensión, crédito, ingreso, seguridad, etcétera.
Según el Informe de Movilidad Social en México (2013), elaborado por el CEEY, el ascensor social en nuestro país exhibe uno de los más precarios desempeños del orbe. Esta es la principal lección: mientras el error del pobre fue haber “elegido” nacer en una familia pobre, el acierto del rico fue haber “escogido” una cuna cara. Lo demás es destino que ni Estado ni sociedad han logrado conmover.
Ante esta lógica no sorprende el éxito que en nuestra sociedad tienen las novelas de televisión donde la trama incluye a una trabajadora del hogar cuyo ascenso dependió del amor dispensado por el joven heredero de la casa donde labora.
Se inspira tan manida narrativa en el milagro que se produciría si la niña mazahua de Moliere y el joven de Antara se enamoraran. Una historia falsísima porque en México los matrimonios inter-clase prácticamente no existen. Acaso por el morbo que provoca la imposibilidad de tal circunstancia es que tantos adoran esos culebrones – mascarada insoportable.
Todavía podría ocurrirnos a los mexicanos una manera distinta de construir país, pero antes tendríamos que aceptar que el ascensor social se halla descompuesto desde hace mucho tiempo.
Periodista