En el campo de la educación superior mexicana se observa desde hace tiempo el predominio de una retórica nebulosa, cansina, que descansa sobre el empleo sistemático de ciertas palabras y conceptos: calidad, integralidad, competitividad, sociedad del conocimiento, cobertura, equidad, evaluación. En los tiempos del salinismo, parte de esa retórica se condensó en una idea mayor: la modernización educativa. Es una idea no exenta de ambigüedades ni de confusiones, como lo muestra el largo debate sociológico sobre la concepción misma de la modernización, la modernidad y el modernismo, o como lo fue luego el debate sobre la globalización, el globalismo y la globalidad. Pero la idea misma de la modernización se asoció con la promoción del cambio institucional, con la irrupción de los tiempos del enaltecimiento discursivo de temas como la calidad y la excelencia académicas, y en la práctica con la subordinación de la autonomía universitaria a los ejercicios de evaluación y las diversas fórmulas del financiamiento público diferencial y condicionado. El resultado global entre 1989 y el 2012 fue un cambio silencioso pero altamente significativo y práctico en términos de la redefinición de la autonomía universitaria, de la disminución,o modificación, de los grados de libertad de académicos e instituciones de educación superior, de la expansión no regulada, o débilmente regulada, de la oferta privada, el triunfo de la ideología y de las ilusiones de la calidad, la innovación y el emprendurismo, en un contexto donde las prácticas y rutinas educativas cambiaron con diversa intensidad, ritmo y orientaciones.
Casi un cuarto de siglo después, con el regreso del PRI al Palacio Nacional, el tema educativo volvió al primer plano con el escándalo y luego con la reforma laboral de la educación básica nacional. La cárcel y la reforma jurídica se convirtieron en las notas del 2013 para este sector educativo. En lo que respecta a la educación superior, sin escándalos, sin pausas pero sin prisas, se configuraron las nuevas relaciones y rutinas entre el ejecutivo y las instituciones de educación superior, tejidas entre las demandas de una “nueva generación de políticas de educación superior” expresadas por la ANUIES, y las señales que el nuevo gobierno enviaba en torno a recuperar el poder del Estado en la educación, y sus efectos en la asignación y distribución presupuestal federal contemplada para el 2014
Hace un mes (el 13 de diciembre del 2013) fue publicado en el Diario Oficial de la Federación el “Programa Sectorial de Educación 2013-2018.”. Como es de esperarse, es un documento que sintetiza un diagnóstico y algunos objetivos y líneas de acción para el gobierno federal durante los próximos 5 años años, que en términos de política y de políticas representan siempre el largo plazo de la acción pública mexicana.
¿Hay novedades en el discurso, en el enfoque y en los objetivos? ¿Es posible identificar una idea clara sobre lo que plantea y promueve el nuevo oficialismo político? Todo el programa educativo descansa en la idea de la calidad, y más específicamente, en mejorar la calidad de los aprendizajes. Pero no es una idea nueva. En la educación básica, se continúa con las líneas iniciadas por el zedillismo, el foxismo y el calderonismo en los últimos tres sexenios: escuelas de calidad, la reafirmación de las competencias como enfoque pedagógico desde la primaria hasta la educación media superior, la consolidación del sistema nacional de bachillerato. En educación superior, se continúa con las líneas de evaluación y financiamiento extraordinario, la acreditación de programas de licenciatura y de posgrado (estos últimos por parte del CONACYT), el apoyo al Sistema Nacional de Investigadores.
Los restos de la idea de la modernización educativa permanecen entre los escombros de las transformaciones ocurridas en este campo. Los ecos de la baja calidad y las críticas a la masificación y a la expansión no regulada del sistema público de educación terciaria, aún resuenan en las propuestas del nuevo programa educativo sexenal. Ello no obstante, no se identifica con claridad una idea distinta, clara, que permita comprender bien que es lo que promueve el nuevo gobierno federal, cuál es el sentido institucional, educativo y práctico de los 6 objetivos y las decenas de líneas de acción “específicas” y “tranversales” que se plantean en el Programa. Más bien, es posible identificar una tendencia hacia la dispersión institucional, que plantea serias dudas en las capacidades de coordinación, de gestión y de planeación en el sector de la educación superior.
Por otro lado, hay asuntos que no aparecen en el programa y que se ha vuelto temas críticos: ¿Qué pasa con la educación superior privada? ¿Qué ocurre con la renovación generacional del profesorado y de los investigadores universitarios? ¿Qué pasa con el sistema nacional de becas a estudiantes universitarios, desde la prepa hasta el posgrado? ¿Cómo articular la formación profesional y la inserción laboral de los egresados en un contexto donde la economía informal se ha consolidado como la bestia negra del empleo de los jóvenes? Hay también temas bien identificados y estratégicos en el programa. Uno de ellos tiene que ver con la construcción de un sistema nacional de información educativa, que permita conocer y articular visiones sistémicas sobre los problemas de la política y la gestión educativa, elementos dispersos entre la burocracia educativa federal, en las estatales y en las universitarias. Ello no obstante, no es posible asegurar automáticamente la coherencia entre la acumulación de información relevante con la toma de decisiones estratégicas tanto en el diseño como en la instrumentación de las políticas educativas. Y, como dicta cierto lugar común de la teoría de las políticas públicas, el juego de la implementación es, o debería ser, en realidad, el centro de atención de la autoridad pública en el campo de la educación superior.
* El autor es investigador del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas de la Universidad de Guadalajara.
Publicado en Campus Milenio