Como una canción que cada vez se escucha menos y en menos estaciones y lugares, como un modelo apenas atrasado que tan solo se encuentra en cementerios de automóviles, nuestros mejores días han pasado de moda y ahora son escarnio del bazar, comidilla del polvo en cualquiet sótano.
José Emilio Pacheco. .
Martín López Calva
No todo lo nuevo es bueno ni todo lo bueno es nuevo, dice una frase popular que alguna vez escuché en otra versión, atribuida a un severo sinodal de examen que dijo al doctorante que defendía su tesis después de años de arduo trabajo: “Su tesis tiene cosas nuevas y cosas buenas. Lo malo es que las cosas buenas no son nuevas y las cosas nuevas no son buenas”.
Sin embargo, así como estamos hoy en la dictadura de la felicidad, me parece que también estamos en la tiranía de la novedad. No hay escuela o universidad, modelo educativo, discurso o sesión en las redes sociales en donde no encontremos algo que lleve las palabras innovación, cambio, renovación, novedad, transformación y, muchas veces usada en formas muy superficiales, creatividad.
Es paradójico porque según el filósofo coreano Byung Chul Han estamos viviendo en la sociedad del cansancio, en una sociedad en la que las ganas de vivir humanamente se han perdido y nos ha quedado solamente el frenesí de dar vueltas a esa noria que según Octavio Paz en su monumental Piedra de sol, “exprime la sustancia de la vida” en aras de sobrevivir autoexplotándonos para ganar más, consumir más y tener que trabajar más.
O tal vez sea debido a este cansancio que necesitamos escuchar que son tiempos de renovación, de innovación, de cambio, de evolución, de hacer las cosas de maneras nuevas, de vivir otras vidas alternas que nos compensen un poco este agotamiento y desmoralización, aunque sean simples ilusiones, engaños de los sentidos y creaciones de la virtualidad.
Puede ser que para seguir funcionando y haciéndonos empujar cada vez más rápido esa noria, el mercado nos esté vendiendo estas ideas de la necesidad de dejar atrás lo viejo, lo pasado de moda, lo anacrónico, lo que ya no es útil porque implica pausa, reflexión, silencio, detenimiento, convivencia profunda, esfuerzo individual y colectivo, búsqueda de sentido.
El caso es que la innovación es lo de hoy y la tradición no sólo se ha ido olvidando, dejando atrás como un lastre, sino que es explícitamente descartada, denostada, juzgada tendenciosamente desde una mirada que aplica los criterios y enfoques del presente a realidades y contextos históricos y culturales totalmente distintos.
De manera que ese dicho hoy se ha transformado y se puede formular de otra manera, diciendo que todo lo nuevo es bueno -aunque no lo sea- y todo lo bueno es nuevo -aunque sea falso-, porque lo de hoy es “pensar fuera de la caja” y la caja muchas veces se equipara a la tradición, a la forma en que nuestros antepasados concebían el mundo y vivían en él.
Se dirá que hay también en la sociedad actual una tendencia que se orienta hacia la defensa de las tradiciones culturales, pero en esta supuesta defensa está también presente esta dictadura de lo nuevo y estas prescripciones del mercado que hacen que lo que supuestamente se defiende se modifique de tal modo que ya no se distingue lo que realmente es original y lo que la mercadotecnia y la industria turística le ha añadido.
Podemos ejemplificar viendo el concepto de “Pueblos mágicos”, que apela a la conservación y restauración de los poblados históricos y típicos de nuestra herencia cultural, pero que ha degenerado en una homogeneización de todos ellos, haciendo que pierdan su identidad. Visitar un pueblo mágico hoy, es casi ver a cualquier otro..
Del mismo modo, la rica, profunda y muy viva tradición del Día de Muertos que se vino enriqueciendo históricamente se ha transformado hoy en espectáculo para turistas, incluso organizando desfiles derivados de aquella película de James Bond filmada en parte en la Ciudad de México donde apareció por primera vez este desfile hollywoodense que es más show que contenido cultural.
En el campo de la educación que es el tema de este espacio, ocurre hoy lo mismo que se ha descrito. Llevamos décadas criticando y descalificando la (mal) llamada educación tradicional cuyo contenido es en realidad una deformación de la tradición educativa que puede llamarse más justamente educación tradicionalista.
Se atribuye al gran músico Gustav Mahler la frase que dice que la tradición no consiste en adorar cenizas, sino en preservar el fuego y me parece que lo que hoy se desecha como educación tradicional es la degeneración tradicionalista que convirtió el proceso educativo y la escuela en una serie de rituales y espacios que adoraban cenizas y no en una traditio viva educandi -como la llamó el gran historiador jesuita Xavier Cacho Vázquez, que fue varios años rector universitario en Puebla-, es decir, un proceso y unos espacios que mantuvieran encendido el fuego que encendieron hace milenios nuestros antepasados y que contiene mucho de la luz y del calor de esas buenas hogueras que mantienen un ambiente de calidez humana en el entorno.
Como todo proceso humano, ese fuego se fue volviendo cenizas y tanto los sistemas educativos como los educadores fueron tendiendo -porque es más fácil- a convertirse en adoradores de esas cenizas, perdiendo de vista el fuego que las originó y dejando de trabajar por alimentarlo.
La educación tradicionalista realizó un viraje de la sana autoridad del docente al autoritarismo tóxico, del rigor del conocimiento a la repetición y memorización mecánicas, de la disciplina necesaria para construirse y construir sana existencia y convivencia al disciplinamiento sin sentido, de la sana preocupación ética al moralismo y en síntesis, de una educación que comunicaba la herencia cultural para enriquecer la experiencia de los educandos a una mera capacitación que buscaba indoctrinar y capacitar empleados dóciles para el mercado.
Sin embargo, en este proceso de desviación, se perdieron los rasgos realmente valiosos de ese fuego que creo yo que hay que volver a encender y valorar: la vocación educadora bien entendida, el compromiso existencial con la formación de personas de bien para la sociedad, la promoción del desarrollo de seres pensantes, el desarrollo de la tolerancia a la frustración a través del establecimiento de límites claros y razonables, la auténtica preocupación por el bien común y otros muchos elementos valiosos.
Este no es un ejercicio de nostalgia neoconservadora sino una invitación sincera a revalorar lo que aporta la tradición a la educación y a incorporarla sin sesgos ideológicos para trabajar en el mantenimiento de ese fuego encendido, sin adorar los cofres de cenizas, pero evitando también la pretensión ingenua de que podemos construir una nueva educación negando que somos en gran medida, el fruto de un pasado de luces y sombras, pero cargado de semillas de futuro.