Juan Martín López Calva
«Se da algo así como el espíritu de una época, y ese espíritu de una época puede ser una aberración, puede ser una tontería. A quien los dioses destruyen primero lo ciegan. Así como la conciencia aberrante conduce a la neurosis y a la psicosis, así de manera semejante la historia aberrante conduce al cataclismo…»
Bernard Lonergan. Filosofía de la educación, p. 46
En el cataclismo estamos, fruto de la ceguera a la que “los dioses” -del mercado, del poder político, de los intereses de grupo- nos han sometido tal vez sin darse cuenta de que con eso nos destruirán o quizás con toda la intención de hacerlo. Como diría Saramago en Ensayo sobre la ceguera: somos ciegos que viendo, no ven y parece que a muchos esa ceguera les produce tranquilidad y hasta entusiasmo, mientras a esos dioses que nos ciegan les reditúa en beneficios de acumulación, control e influencia sobre las masas.
La historia va mostrando, como dice Lonergan en la cita del epígrafe, que se van dando esquemas de significados que constituyen el espíritu de una época y ese espíritu de época puede ser aberrante y tonto. Lo peor de todo es que como se trata de un mal generalizado, de una distorsión de la cultura, esta aberración no se nota y parece normalizarse o hasta aplaudirse por las mayorías inmersas en esa ceguera colectiva.
Si hablamos de los individuos, esta consciencia aberrante produce las neurosis y psicosis que hoy en día abundan en muchos de nosotros, pero en las sociedades y en la humanidad toda, la historia aberrante conduce a este cataclismo en el que nos encontramos.
¿En qué consiste la aberración de la consciencia y de la historia? Para hablar en términos sintéticos, el filósofo canadiense dice que hay que distinguir entre las tendencias ideales del espíritu humano que se mueven por la búsqueda de lo que es verdadero, correcto, bueno y humanizante y otro dinamismo que se mueve tanto en las personas como en las colectividades que es el del interés propio o egoísta. De manera que cuando ese interés propio domina la acción de los sujetos individuales y bloquea la búsqueda de lo que es verdadero, bueno y verdaderamente constructivo para sí mismos, se produce el mal particular. Cuando este interés de grupos de poder se erige como el criterio de captación y elección en todos los ámbitos sociales, se produce una decadencia progresiva de las sociedades o incluso de la humanidad como especie.
Pero lo más grave es la ceguera general, es decir, el espíritu de una época que se moldea a partir de esta aberración de la cultura, porque entonces lo tonto, lo irracional, lo malo, lo destructivo, se va normalizando y se vuelve el estado natural de las cosas, lo que a nadie sorprende, lo que no llama la atención.
El tema de esta columna es el de la educación y por ello considero que es importantísimo en estos momentos hacernos la pregunta acerca de cómo educar éticamente y como formar en valores en una sociedad que está inmersa en un espíritu de época tonto y aberrante, en una ceguera colectiva que nos hace ver como bueno lo malo o incluso minimizar la ética en las acciones concretas aunque se use como herramienta de legitimación en los discursos que dicen buscar el bien de las mayorías y especialmente de las más desfavorecidas y excluídas.
Acabamos de ser testigos en nuestro país de uno de los procesos más anti-éticos e incluso cínicos de la historia política contemporánea. Se trata por supuesto de la aprobación de la reforma judicial, un cambio muy debatido y cuestionado por expertos en ciencia política y en el campo jurídico en cuanto a su muy cuestionable efecto para corregir los gravísimos problemas de la impartición de justicia en el país y a nivel más amplio, en cuanto al riesgo del control del poder judicial por el ejecutivo, perdiendo la autonomía indispensable como contrapeso en un sistema democrático.
Pero sin entrar en la discusión del contenido de la reforma y sus efectos, veamos el proceso que se produjo para lograr su aprobación. Este proceso como ya dije, fue totalmente contrario a la ética y desafortunadamente no ha producido en la sociedad la indignación y la protesta que tendrían que darse si no estuviéramos viviendo dentro de esta ceguera colectiva, de esta aberración de la cultura.
En este proceso pudimos ver el divorcio total entre la ética y la política y la descomposición total de la clase política nacional -tanto del partido hegemónico oficial como de la casi inexistente oposición-, lo que llevó a una aprobación exprés, sin suficiente consulta ni análisis, sin deliberación parlamentaria y con procedimientos totalmente cuestionables desde el punto de vista ético, con tal de “darle un regalo de fin de sexenio al presidente” como lo dijo cínicamente un senador, aún presidente del partido en el poder.
Este proceso de aprobación de la reforma claramente no fue producto de la desviación de la consciencia de políticos individuales -aunque la hubo sin duda- sino de la descomposición y los usos y costumbres de un sistema político que está totalmente degenerado en lo sistémico y que responde a intereses particulares y de grupo más que a normas y procedimientos institucionales propios de un sistema democrático.
De manera que pudimos ver el uso de recursos evidentemente ilegales como la coacción, la negociación de retiro de procesos judiciales en marcha a cambio de un voto que faltaba para la mayoría calificada en el Senado, la enorme “cola que tiene y pueden pisarle” a la familia que fue partícipe de esas negociaciones para salvar sus propios intereses a costa de la búsqueda de lo que más conviniera al país, la intervención también ilegal de la FGR en esta negociación, la clara intervención del presidente, la presión de una gobernadora que mandó a detener al padre de un senador de oposición para hacer que se ausentara de las votaciones, etc.
Todo lo anterior es un ejemplo claro del mal estructural, es decir, de la desorganización y decadencia del sistema político mexicano y de una clase política que pertenece prácticamente a las mismas familias y grupos desde hace un siglo y que se ha repartido el poder y acomodado, ahora saltando de un partido a otro sin ninguna consideración ética.
Pero lo más preocupante de este proceso ha sido, desde el punto de vista ético, que ha mostrado esa ceguera con la que los dioses del poder nos han controlado, puesto que como dije antes, no hubo ni entre los actores políticos y los partidos, ni entre la población en general, la preocupación de buscar lo verdadero, lo bueno y lo constructivo porque se ha perdido la consciencia ética y se vive en una cultura distorsionada en la que “el fin justifica los medios”, como leí en algún tuit de una ciudadana que decía que no simpatiza con la familia de los políticos que negociaron su voto decisivo, pero que para ganar la votación “la necesitaban”.
¿Cómo educar éticamente en un espíritu de época en el que predomina lo tonto y lo aberrante? ¿Cómo educar éticamente en un contexto de irrelevancia de la ética en la política y en todos los campos de la vida humana? No tengo la respuesta, pero me queda clara la urgencia.