Manuel Gil Antón*
Si en la primera parte del sexenio la atención se centró en quitar los elementos de empalme entre la evaluación y lo laboral, sin tocar la estructura de la reforma educativa (sic) de Peña Nieto, es decir: la nueva reforma fue pragmática, no programática; y la segunda estuvo signada por la pandemia y la solución centralista de realizar en la educación básica, a lo largo y ancho del país, el Aprende en Casa como forma de Escolarización Remota de Emergencia, pactada no con las y los maestros, sino con las televisoras que hicieron, generosas siempre, ofertas con descuento para operar la intromisión de la estructura escolar en los hogares —estrategia que un sector del magisterio rebasó con creatividad extraordinaria, otro la siguió o intentó hacerlo, y un tercer conglomerado simplemente no hizo trabajo alguno, o, en su caso, realizó acciones con el límite impresentable del mínimo esfuerzo (no sabemos la magnitud de estos subconjuntos)— en la tercera ocurre algo, creo, inusitado.
Se decidió continuar con las clases como si la experiencia pedagógica en los meses de encierro no hubiera tenido consecuencias y, en paralelo —cuestión que es imposible— un programa de recuperación de lo perdido, muy pobre, con duración de tres meses.
Esta opción fue, en su momento, criticada con energía y buena fe por parte de quienes no celebran los eventuales yerros de la gestión actual como triunfos, sino que les interesa la educación en serio. Hubo muchos ejemplos de los daños: si un niño estaba en tercer grado al suspender lo presencial, lo “terminó” y llevó a cabo (es un decir) el cuarto grado distante del vínculo pedagógico, el regresar a las aulas fue inscrito en quinto. Profesor, me dijeron colegas que laboran en esos niveles: ese niño, al volver, no podía hacer lo que le era trivial antes de la contingencia: escribir su nombre.
¿Por qué no hacer, con urgencia, un balance de lo que nos sucedió, que además no fue parejo pues nuestro sistema educativo no solo se inserta en la desigualdad social y pobreza de millones, sino que la reproduce y ahonda? Con base en él, ¿no hubiese sido mejor el diseño de programas de estudio fincados en los conocimientos más importantes, al menos durante un año, para intentar rehacer —nunca se logra del todo, pero sí se puede avanzar—las condiciones cognitivas y de socialización perdidas, e incluso recuperar los aprendizajes no escolares, pero hondos, que el COVID propició?
Fui de esa opinión, pero las autoridades de la SEP (en un caso el Dr. Arriaga lo dijo textualmente en un diálogo televisado) la consideraron una preocupación académica de un investigador universitario, arguyendo que, en cada salón, se llevaría a cabo, por parte del magisterio, ese saldo contextualizado, y que un estudio nacional, y su desglose, era innecesario. Aún sostengo que hubiera sido factible y útil, tanto el recuento de daños y haberes, como programas especiales postpandemia adecuados a las distintas situaciones vividas. No está en mí señalar si me asistió o no la razón, ni tiene caso esa preocupación narcisista: lo que sí interesa es que, durante ese año escolar, inició la discusión del Nuevo Modelo Curricular 2022 en diversas versiones que se filtraron, y fueron prolegómenos de la puesta en marcha de la Nueva Escuela Mexicana (NEM), ya anunciada en la reforma al Tercero Constitucional. A partir de ese momento, la discusión nacional sobre educación fue intensa y muy polarizada. La NEM no propone cambios menores: como veremos en la siguiente entrega, es radical.
*Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México mgil@colmex.mx
@ManuelGilAnton