Se enseña a vivir cuando se educa con la vida, se educa para la vida entregando la vida al educar
Juan Martín López Calva
“Nietzche decía: He puesto siempre en mis escritos toda mi vida y toda mi persona… ignoro lo que son los problemas puramente intelectuales. No soy de los que tienen una carrera sino de los que tienen una vida”.
Edgar Morin. Mis demonios, p. 9.
He elegido este epígrafe y este tema para el artículo de hoy porque, a pesar de mis muchas limitaciones y elementos por mejorar, me identifico completamente con lo que afirma Nietzche y cita Morin en este libro autobiográfico. Con mejores o peores resultados, cada semana pongo en estos textos toda mi vida y toda mi persona. Lo mismo ocurre con mis artículos académicos, sean de investigación empírica o de aportación teórica a mis áreas temáticas.
Estoy convencido que el impacto que tienen mis trabajos escritos tiene que ver con esta entrega total que vivo en cada texto, por más sencillo que sea o más trivial que parezca la temática abordada. Creo que mis cinco -o más- lectores encuentran siempre en mis escritos el tratamiento no solamente de problemas intelectuales y no veo estos ejercicios de comunicación escrita simplemente como una carrera, sino como una parte relevante de mi vida.
Lo mismo puedo decir de mis clases y de todas mis actividades académicas y de gestión de lo académico. En cada sesión de clase trato de entregarme por completo y en cada reunión o encuentro de trabajo cotidiano, intento ver no sólo una obligación profesional sino un componente importante de mi existencia y de la de los profesores, investigadores o estudiantes que van a verse beneficiados o afectados por las decisiones que se tomen en ellas. Tal como afirma Nietzche en esta cita, no soy de los que tienen una carrera, sino de los que tienen una vida.
Esta visión nace de algo muy hondo que podríamos llamar vocación educativa, vocación comunicativa, vocación de servicio, pero sería un error pensar esta noción de vocación como algo innato, algo con lo que se nace y simplemente emerge de forma casi automática o incluso mágica.
Desde mi experiencia personal, que creo que puede ser extensiva a todos los educadores y educadoras, investigadores e investigadores o analistas de la educación, esta pasión por el quehacer que me lleva a poner toda la vida en lo que hago, nació y se ha ido alimentando y creciendo a lo largo de mi trayecto formativo, en el contacto con auténticos maestros, ejemplos de sabiduría humana en quienes era notoria y significativa esta actitud de poner toda la vida en lo que hacían y entregar su persona completa en sus interacciones conmigo y con cada uno de sus estudiantes, lectores o colaboradores.
Esta diferencia -a veces sutil y difícil de objetivar para ser observada, medida o evidenciada por instrumentos de evaluación o seguimiento docente- es claramente percibida por los educandos, los lectores o los colaboradores que responden de formas muy distintas a quienes ejercen sus actividades educativas con la visión de cumplimiento de las exigencias de un empleo, a quienes lo hacen por construir y desarrollar una carrera que los lleve a ascender en el organigrama y a lograr mejores ingresos, mayor poder o prestigio en su profesión o a quienes verdaderamente entregan su vida entera a lo que hacen en la escuela, la universidad o el centro de investigación.
Con esto no quiero decir que se trate de visiones excluyentes entre sí y que quienes entregan su vida a la educación en sus distintas funciones no tengan legítimamente derecho a buscar condiciones dignas de empleo o aspiraciones de desarrollar una carrera que los vaya haciendo crecer y mejorar de manera continua.
Lo que quiero subrayar es que los educadores de vocación, los que realmente dejan huella en las generaciones a las que forman, son aquéllos que no se conforman con estas dos dimensiones sino que las subsumen, integran o subliman en la perspectiva o enfoque central que los hace ver su cumplimiento laboral y su ejercicio profesional en el marco más amplio, rico y profundo de la construcción y entrega de su vida.
Porque en el fondo, como afirma Morin en uno de sus libros más recientes, se trata de educar para enseñar a vivir y eso solamente es posible lograrlo si se vive la enseñanza, si la docencia se integra armónicamente en el propio proyecto de vida del educador. Se enseña a vivir cuando se educa con la vida, se educa para la vida entregando la vida al educar.
De este modo, como dice Luis Eduardo Aute, los educadores que dejan huella son quienes “huyen de los fastos y los oropeles”, los que no ponen “en venta ninguna quimera” y evitan volverse “súbditos de los laureles”, viviendo su vida como “un vértigo” y no como “una carrera”. Los educadores de vocación, los verdaderamente significativos son los que “no prescinden de ningún laberinto” que los amenace con “un callejón sin salida”, los que evitan que cada clase o cada día o cada texto se vuelva “otro más de lo mismo” y ejercen sus actividades formativas viendo la vida como una “búsqueda y no como una guarida”, como una aventura siempre por descubrir y no como un refugio seguro en el cual protegerse de las incertidumbres, las contradicciones o los errores.
Educar es, en síntesis, enseñar a vivir, se trata de un acto o más bien dicho de un proceso ético y por ello, el educador de verdad, el que busca trascender en las nuevas generaciones es aquél que cree “que amar es el verbo más bello”, el que realiza su labor con la convicción de que “le va la vida en ello”.
Porque el educador que mira su misión como la tarea de formar en y para la vida, es el que va aprendiendo que “la vida va en serio” y que “vivir es más que unas reglas en juego”, que vivir es más que sobrevivir o pasar los días de la manera más confortable o divertida porque se trata de construir y dar sentido a la experiencia milagrosa de la vida, al misterio permanente y efímero de estar en el mundo.
Si se mira como un proceso fundamentalmente ético, la labor de educar es un compromiso en el que realmente nos va la vida, en el que la humanidad se juega literalmente la vida, porque si seguimos formando para este juego de espejos que es la civilización del espectáculo que trivializa la vida, absolutiza los deseos individuales superficiales y borra al otro de la ecuación del existir, nos seguiremos dirigiendo como especie a la autodestrucción y la catástrofe, traicionando nuestro llamado a vivir con profundidad y plenitud.
Vista desde este ángulo, la tarea del educador se vuelve central en la sociedad del cambio de época, marcada por una crisis multidimensional de humanidad, en una relevancia excesiva de la individualidad como receta para la felicidad y en un olvido de nuestra dimensión social y planetaria.
Sí, en la educación entendida como un proceso ético, como una formación para ir realizando progresivamente el deseo de vivir humanamente, nos va la vida como personas, como sociedades, como especie consciente y libre, llamada a nombrar el mundo y a imprimir de sentido la realidad.