Porque uno de los instrumentos primordiales para contrarrestarla (becas) no está directamente enfocado al desarrollo académico, pero es políticamente rentable. Repartir dinero “viste” y no requiere mucha imaginación, mientras que promover el aprendizaje y el desenvolvimiento humano de los y las jóvenes más pobres requiere conocimiento, liderazgo y organización.
Cuando un programa de becas se instaura, es muy difícil removerlo e incluso, modificarlo. Se sedimenta institucionalmente e intentar cambiarlo puede verse como una “afrenta” al pobre. Esto puede dañar la imagen del director, directora o rector. Paradójicamente, malas estrategias son “útiles” y la injusticia se ha aceptado en la universidad a cambio de no pagar el costo de la impopularidad. Esto debería cambiar, ¿cómo?
En primer lugar, reconociendo que la calidad de la educación universitaria es un componente de la equidad. Esto exige evaluar lo que hacemos dentro del espacio educativo: con qué reglas operamos y qué relaciones construimos en el aula. En segundo, habría que poner en marcha acciones mucho más complejas que solo soltar la chequera. Por ejemplo, medir el impacto de las becas y publicar los resultados. En tiempos de restricción de fondos y “austeridad republicana”, la canalización de los recursos públicos debe hacerse mediante criterios plurales. En tercer lugar, habría que propiciar la deliberación con base en los resultados de esas evaluaciones de impacto o costo-efectividad e idear y poner en marcha esquemas de apoyo integrales.
La investigación educativa ha mostrado que abrir espacios de estudios es importante pero limitado. Al “democratizar” el acceso a la universidad, la racionalidad y necesidades reales de los jóvenes y sus familias se analizan poco cuando, otra vez, el lucimiento e interés políticos están de por medio. Poner la primera piedra de un campus lejano es vistoso, pero efímero. No basta. Hay que asegurar que esos espacios sean mantenidos, de modo permanente, por docentes altamente calificados, equipo suficiente, instalaciones de primera, condiciones de prestigio y esquemas de compensación amplios.
Un aporte valioso para repensar cómo promover la equidad en la universidad lo ofrece Ana García de Fanelli en su análisis intitulado “Políticas para promover el acceso con equidad en la educación superior latinoamericana” (IIPE-UNESCO). Ahí, la autora compara estrategias de equidad en Argentina, Chile y Uruguay y hace valiosas observaciones. Primero, ratifica lo difícil que fue en Argentina combinar un programa de becas con una red de tutorías para “paliar” dificultades de aprendizaje. El caso de Chile muestra, por su parte, que en entornos de “estratificación” y procesos de admisión selectiva, la gratuidad tiene un impacto limitado. Pero allá sí hay un programa digno de emular llamado Programa de Acompañamiento y Acceso Efectivo (PACE) que busca combatir la “inclusión excluyente” (Ezcurra) al impulsar la entrada de jóvenes pobres mediante apoyos desde el bachillerato, garantizarles su cupo en la universidad y seguir con el acompañamiento durante los primeros años de educación superior. Uruguay también da una lección al mostrar que no es necesario crear nuevas instituciones, sino descentralizar a la par de combinar las becas con “servicios de apoyo y seguimiento” al joven. Lecciones para México que habrá que incluir en la nueva agenda educativa.
Postcríptum: Agradezco al doctor Fabio Fuentes que me dio a conocer el reporte de García de Fanelli.